nerviosa. Los quiero tanto que el miedo a decepcionarlos me recorre las
venas y me paraliza como las pesadillas que solía tener.
“¿Mamá?”, mi voz suena tímidamente. Pero mi mamá me ha escuchado,
como siempre. Parece que casi lee mi pensamiento: verla dispersa todas
mis dudas. Está parada junto a su cuarto, esperándome. Me recibe con
una sonrisa que me llena de seguridad. Abrazarla es la mejor de las
bienvenidas. Detrás de ella, mi papá ríe. Siempre puedo contar con él para
pasar un buen rato; sospecho que tiene copia de la llave de mi risa.
Quiero quedarme con ellos todo el tiempo, pero también tengo un deseo
terrible de ver a mis hermanos. Me apresuro a bajar las escaleras. Mis pies
las recorren con facilidad, recordando acaso todas esas veces en las que les
sirvieron como puente para llevarme al mundo real.
Entrar a mi antiguo cuarto es un nuevo salto de fe. Temo el vacío que puedo
encontrar. Abro la puerta lentamente; esta cede silenciosa, como rendida
ante su impotencia. Suspiro. Todo está tal y como lo dejé. Los rayos de
la mañana atraviesan la cortina, permitiendo adivinar el nacimiento de
un día dorado. La luz cálida juega con las sombras que rodean mi cama.
Marcos que cuelgan de las paredes encuadran imágenes que juegan a
imitar mis memorias.
En su cama, mi hermana duerme. Es extraño mirarla. Ha dejado de ser la
pequeña niña que me pedía que le cantara cada noche antes de dormir.
Ahora tiene sus propios sueños e ilusiones. Estoy orgullosa, pero me duele
un poco pensar que jamás volveremos a encontrar refugio en un castillo
de sábanas y almohadas.
Después de despertarla, subo a la cocina. Me mueve un deseo intenso de
sorprender a mi familia. A pesar de mi ordinaria dificultad para preparar
cualquier cosa que supere el nivel de dificultad de una quesadilla, un
suave olor a hotcakes comienza a bailar por la casa.
La reacción no se hace esperar. Mi hermano pequeño sube rápidamente.
No puedo dejar de sorprenderme al notar su altura. A sus 10 años, es
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