como cualquier otro niño de su edad, por lo que reprimo el impulso de
abrazarlo, consciente de lo mucho que le molestaría.
Uno a uno, los demás lo siguen para desayunar. Ver a toda mi familia
sentada en torno a la mesa enciende un suave calor en mi pecho. No
puedo dejar de mirar a cada uno, grabando cada detalle. Ver al tercero de
mis hermanos, casi del tamaño de mi papá, jugar con el pequeño me hace
reír. Pienso en todas las aventuras que los cuatro vivimos juntos. Todavía
podría atravesar el bosque encantado sin perderme y vencer al malvado
hechicero con la palabra secreta.
El día transcurre rápidamente. Cada minuto forja un cariño aún más
estrecho y alimenta las raíces que me hacen recordar quién soy. No sé si al
lector le pueda interesar la historia de cómo dejé mi hogar para estudiar
o la gran nostalgia que todavía me encuentra por la noches, por más que
intento ocultarme bajo las sábanas de mi cama. Sin embargo, sé que el
hogar es el último pétalo en caer; y, cuando lo hace, la magia termina.
Me fui con los últimos rayos del día. Creo que ellos fueron los culpables del
nudo que inundaba mi garganta y que ahogó el último adiós a mi mamá.
Ansiaba la soledad de mi cuarto, el cual ya es experto en consolarme y en
recoger las gotitas de agua que inundan mis ojos.
Recorro, una vez más, la carretera que me separa de la pequeña ciudad en
la que crecí. Mientras las estrellas intentan arrullarme desde su lugar en
el firmamento, una pequeña pregunta crece en mi interior. ¿Soy feliz? Para
mi sorpresa, no tengo reparos en responder que sí. ¿Cómo lo sé? Porque
el dolor que me desgarra al dejar a mi familia me hace ser consciente de
mi gran capacidad para amar y de la gran suerte que tengo de ser amada.
¿Acaso no es esa la felicidad?
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Me dolió no poder decirlo. El regreso a la gran ciudad fue muy doloroso.