porque me hacía desplazar a Santiago de mi mente por un momento.
En esa ocasión el profesor habló acerca de Heráclito, filósofo que afirmó
la impermanencia de las cosas. Nos explicó que para él, el principio de
la vida era el fuego, porque representa el cambio constante al que nos
enfrentamos. Finalizó la sesión diciéndonos que en ocasiones debemos
‘arder’ para poder cambiar plenamente.
La última frase del profesor, como simpre, me dejó pensando. Más tarde
ese día recordé una escena de una película la cual mostraba a una mujer
que había perdido a su pareja; le aconsejaban que para poder liberarse y
seguir con su vida debía escribir una carta con todo aquello que deseara
decirle y posteriormente debía quemarla.
Esa parecía ser la perfeta solución para mí, poner en práctica las
enseñanzas de mi profesor. Por lo cual tomé cartas, fotografías, todo
aquello que me atara a Santiago o de lo contrario me condenaba a toda
una vida anhelando su regreso. No deseaba ser ese tipo de persona y
aunque sabía que era un hecho extremista, también estaba segura que no
regresaría nunca. ¿Y por qué debería hacerlo? Yo no aportaba nada en su
vida, él era más importante para mi de lo que yo era para él.
Comencé el fuego y vi arder todos nuestros recuerdos, cómo se convertían
en cenizas e inevitablemente comencé a llorar. Al darme cuenta de lo
que había hecho traté de salvar un collar que me había regalado, una
pequeña luna que representaba nuestra dualidad, o eso decía él. Lo único
que conseguí fue quemar las llemas de mis dedos. No se creó una llama
muy grande, pero lo suficiente como para que mi madre se percatara.
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