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Poesía
Y comprendí de golpe que ser cristiano era sólo una circunstancia que implicaba geografía,
que pude haber nacido entre los musulmanes,
entre los hindúes,
entre los chinos,
pero por desgracia o por fortuna,
—nadie lo sabrá jamás—
había nacido en un vasto continente llamado América
bajo la égida de algo llamado cristianismo.
Y supe que la geografía era una clase misteriosa de predestinación,
de obligatoriedad oculta bajo el disfraz de una fe ciega y obstinada,
y ya no quise salvarme de algo que —¡Rayos!— no entendía.
El colmo de los colmos fue cuando en una misa
el padre sin hijos dijo a través del micrófono a los feligreses
que necesitaba un vehículo, porque el suyo era una garrita,
y ya no aguantaba un pial,
pero que si alguien se animaba a regalarle uno,
que estuviera nuevo, si no, no.
¡Qué desparpajo el suyo!
¡qué descaro!
A la semana siguiente, uno de aquellos feligreses,
el más rico de todos, por supuesto, tenía asegurado el reino de los cielos.
El padre sin hijos y con sotana, ahora se movía en una Ram Charger del año,
tan perfecta como la gloria de Dios.
Y me salí de la iglesia con minúscula,
y me salí de la Iglesia con mayúscula,
que no son la misma cosa.
Y me salí pensando que no regresaría
hasta que no sustituyeran todos los cristos crucificados
de todas las iglesias del mundo,
por cristos resucitados,
o sea, nunca,
porque la base del control de la santa iglesia católica, apostólica y romana
radicaba, precisamente,
en el profundo sentimiento de culpa sembrado entre las masas.
Mi abuela Quinta ya murió,
el padre sin hijos también y a ambos los cubre la misma arcilla roja.
Y el hijo sin padre que soy, eso es lo más seguro, pronto seguiré la misma senda,
y seré sepultado con mi cerebro noventa y cinco por ciento sin usar
porque simplemente nunca supe cómo hacerlo,
y en el mundo seguirán los musulmanes, los hindúes, los chinos y los cristianos,
pregonando cada uno su verdad como si fuese la única,
combatiéndose los unos contra los otros,
intentando convencerse
de que unos y otros tuvieron siempre la verdad
y nada más que la verdad,
y de que el otro estuvo siempre equivocado,
porque
—Es sólo Alá. Sólo Él.
—Es sólo Krishna. Sólo Él.
—Es sólo Buda. Sólo Él.
—Es sólo Cristo. Sólo Él.
Éramos una familia pequeña. Vivíamos en los bordes de la ciudad, afuera de Lahore y cerca de un pueblo musulmán. De pronto, comunidades que habían sido grandes amigas y habían vivido juntas por décadas y siglos empezaron a pelear. Recuerdo cuando mi madre se acercó a mí en la noche con dos espadas en las manos y me dijo:
—Duerme con ellas bajo la almohada. Y tu hermana, la que tiene cinco años, dormirá en el otro camastro. Si atacan los musulmanes, mata los más que puedas. Y si ves que te superan, mata a tu hermana y luego mátate tú.
Y quizás dios no exista en absoluto,
quizá dios sólo sea una justificación válida para un grupo de almas perdidas
que inútilmente anhelan pertenecer a algo
luchar por ese algo,
matar por ese algo
y ese algo bien pudiera ser el club de los hombres que se fabrican dioses.
Me he pasado toda la noche maravillosamente bien,
desinfectando el cielo con cloruro de mercurio,
sin encontrar el más mínimo rastro de la divinidad.
Y porque sigue habiendo padres sin hijos
e hijos sin padre,
este texto,
a qué dudarlo,
debería escribirse en bastardillas.