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Corresponsalía Torreón del Seminario de Cultura Mexicana

Mi abuela Quinta creía en un dios,

y me llevaba a misa todos los domingos,

En cuanto supe que ahí hablaban de cosas y de nombres que yo no entendía,

como corintos, tesalonicenses, cafarnaum, sodomas y gomorras,

ya no quise ir,

pero, obligado por esas costumbres anacrónicas,

por el viejo hábito que hace a más de un monje,

pero sobre todo por mi abuela Quinta,

seguí yendo.

Al que le decían el padre no se le conocían hijos

—al menos no corría el chisme de si tenía o no—

y yo era un hijo que no conocía un padre.

El padre aquel y yo éramos antípodas.

El padre que no tenía hijos hablaba de otro padre que estaba en los cielos,

y el hijo sin padre que estaba en la tierra

se preguntaba qué rayos estaba haciendo el otro padre tan arriba.

Yo no tenía el conocimiento entonces de que el arriba era el abajo y viceversa,

ni de que la tierra giraba en rotación y traslación,

ni sabía de esos horrendos espacios infinitos de los que había hablado un tal Blaise Pascal,

ni de que había más planetas, y más allá galaxias y galaxias sin fin

—contaba yo apenas con diez años y las únicas clases de astronomía en la televisión eran las que me daba el señor Spock.

El padre sin hijos que hablaba del padre de los cielos

cada vez que hacía mención de ese asunto volteaba hacia arriba.

Y yo salía de misa pensando si los astronautas que recién habían llegado a la luna,

dando ese pequeño paso para el hombre, ese gran salto para la humanidad,

conversaban con ese padre de los cielos cada vez que flotaban por allá.

Y fui creciendo

y a la vuelta de los años dieron vuelta los sermones

que el padre sin hijos, el padre con vestido largo y oscuro como la noche,

sacaba siempre de un enorme libro

como si se sacara un as de debajo de la manga.

Y entonces supe que aquello que se hacía los domingos,

aquel ritual,

era ejercer lo religioso,

y que no cumplir con ciertas reglas

era como arrastrar detrás de sí un terrible cataclismo.

Y mis noches se llenaron de espanto,

y yo, quien no conocía el plomo candente del vocablo pecado,

vine a escucharlo ahí,

y según lo estipulado en ese enorme libro donde venía escrita la dizque palabra sagrada,

yo pecaba,

pecaba con la diestra y la siniestra,

pecaba con los pies,

pecaba con los ojos y con el pensamiento,

pecaba con todo lo ancestro y con todo lo moderno,

pecaba desde antes de nacer,

pecaba después de nacer,

y yo, el pecador, sin querer serlo, me volvía más pecador,

era yo entonces como un soldadito de plomo de las huestes del altísimo.

Más tarde supe que en este mismo mundo, no en el otro,

existían los musulmanes, los hindúes y los chinos, entre otros muchos pueblos,

y que todos y cada uno de ellos creían en un distinto dios,

y a todos y a cada uno de ellos les habían asegurado

que no había otro dios como el de ellos,

y que todos los que no creyeren y no tuvieren fe,

perderían su recompensa.

Y entendí que en ello radicaba el mal principio de la intolerancia,

que pertenecer a una religión determinada era como pertenecer a un club,

y entonces comencé a preguntarme:

¿por qué un club podía ser mucho más importante que el otro?

¿por qué el dios que se adoraba en un club no era el mismo que se adoraba en los otros?

¿por qué, para conocer a dios, había, necesariamente, que pertenecer a un club?

José Luis Domínguez

¿Alguien ha visto a Dios?

José Luis Domínguez. Escritor polígrafo nacido en Cd. Cuauhtémoc, Chihuahua, 1963. Es promotor cultural desde 1992, cuando funda el primer Taller literario en su comunidad. Coordinó el grupo filosófico de los Neoexistencialistas y el taller literario “Scripta manent”, posteriormente “Octavio Paz”, hoy llamado “Fernando Pessoa”. Es corrector de estilo y freelance.

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