horrorizado, que está por saber la verdad y que no le servirá de nada, pues morirá ahogado. Ahogado por las aguas, por la codicia; por la impaciencia o la estupidez.
Despertó, sobresaltado por golpes de metralla. Corrió hasta la puerta y vió, tras la ventanilla, otra fila de prisioneros, igual de desnudos y extenuados. No quiso ver más y volvió a su camastro. Se sentía angustiado, débil, enfermo de tristeza. Juzgó su sueño premonitorio. Estaba ante el umbral de algo, de una revelación inmediata que presumía poderosa o trascendente. Los elementos de su sueño eran de un simbolismo profundo e iniciático -las aguas, el anciano, las letras sagradas- y, aunque era todo un agnóstico, no desdeñó un posible mensaje divino, como el que La Divinidad destinaba a los históricos profetas de su pueblo. Había soñado con el inefable nombre de Dios; y casi lo pudo leer escrito en piedra. Lo emocionó el recuerdo de aquellas últimas imágenes.
Entraron dos guardias a su celda. Uno de ellos le alcanzó un plato con un caldo aguachento. Le ordenaron beberlo. El prisionero obedeció, aunque le costaba tragar. Cuando lo dejaron solo, volvió a echarse en el camastro relamiendo de mala gana el mal sabor que le había quedado en los labios. "Esto no es justo..." suspiró.
¿Qué era justo? Inusitados sentimientos se apoderaron del alma del erudito. Algo se contrajo dolorosamente en su interior al considerar la justicia divina como parte del drama que le tocaba vivir. ¿Acaso ese destino sombrío que le esperaba como reo era un castigo divino; una dura prueba? El destino lo había conducido hasta esa celda hedionda en la que, interrumpida su soledad de a tiempos por gemidos dolientes, y golpes de metralla, el sabio buscaba respuestas, como lo había hecho siempre. Lo ganaba, ante cualquier otra consideración, un sentimiento de honda frustración; pues yacía en ese sitio infame, a merced de salvajes de uniforme, después de haber consagrado su existencia a la búsqueda del conocimiento. Poco sabía sin embargo sobre el sentido de justicia del buen Dios. Sin duda no era igual al de un pobre filólogo o filósofo; que era un poco lo mismo para nuestro hombre de saber, dedicado como lo había estado toda su vida a los libros sapienciales. Pero una justicia dictada desde lo alto debía ser perfecta si es impartida por el omniscio. Entonces ¿era bueno o malo que Víctor Ansky estuviera allí encerrado como cualquier condenado más?
Si lo liberaban, era una señal de la presencia divina marcando una enseñanza o un camino a seguir. El mismo Dios de Moisés le estaría diciendo, igual que al profeta: "yo te conduje hasta aquí para que vieras la presencia de la muerte" y su salvación sería como la metáfora de su sueño último, la búsqueda de una verdad que se revela a quien sabe creer, no a quien se pierde en juegos intelectuales. Cierto es que como hombre del conocimiento, esperaba encontrarse en el umbral de un absoluto presentido, como en su sueño, ser merecedor de esa gloriosa verdad que estaba mas allá del universo de los hombres. Pero seguía allí, en esa celda, oyendo los quejidos de algún otro prisionero en el pasillo.
Los guardias volvieron a entrar y le ordenaron desvestirse. Desnudo fue sacado al pasillo y obligado a unirse a una nueva fila de reos. Un estremecimiento de horror se apoderó de su ser. Se cubrió los genitales con las manos, la vergúenza coloreó sus mejillas. La cercanía, el olor de los que lo circundaban le provocó un asco desconocido. Alguien debía haberse equivocado pues él, Victor Ansky, no podía estar allí. Algo no estaba bien. En el estupor de lo inmediato comprendió, sin mas, que era otro prisionero de ese montón humano. Miró a esos hombres lastimosos, desnudos y abatidos, igual que él, y acabó por aceptarlo. Era un condenado. Uno más.
Uno de los famélicos prisioneros cayó al piso y desde allí, miró al filólogo con ojos de súplica; éste retrocedió espantado. Uno de los oficiales desenfundó y lo obligó a levantarse a punta de pistola.
Hubo un instante de duda. Ansky observó a los guardias. Movían los labios al hablar, pero no escuchaba nada de lo que decían; tan solo oía sus propios latidos. Todo cuanto acontecía en ese pasillo se impregnaba por una luz enrarecida hasta adquirir el tono de una vieja fotografía. Prisioneros y guardias estaban inmóviles. No se oyeron más pasos, más gritos, ni un quejido. El eco de un amartillamiento de revólver se desvaneció en el aire.
Parpadeó nuestro hombre con tal lentitud que el tiempo se dilató inimaginablemente en sus retinas. Una luz o una tibieza empezaba a colmar su ser, y se dejó llevar por ella.
Era el EIN SOPH; el Infinito.
Antes que se manifieste la Creación, reina un lleno absoluto, y el deseo es saciado antes de la sed. Su plenitud llena toda la realidad.
Recordó quién era; que era un simple hombre. Simple era también su inteligencia. Más simple aún era el drama que estaba sufriendo; supo juzgarlo como una mera circunstancia. De pronto todo encontraba su lugar y Víctor Solomon Ansky sintió, con todo su corazón, el compromiso de estar en ese lugar justo y en ningún otro, aunque lugar y tiempo no importaran en absoluto; sólo importaba existir en ese momento, único, de la creación. El Deus Absconditus estaba allí mismo; tras las paredes y por sobre los techos del presidio; no necesitaba verlo. Le hablaba; Dios le estaba hablando y su elocuencia eran aquellos seres y ese sitio miserable en el que sobraba sin embargo, espacio para la santidad y la revelación. Él había caído en una celda de castigo, no por soldados, sino por la múltiple presencia de Lo Divino...al fin empezaba a entender...ese entendimiento final lo dejaba en el umbral de lo absoluto. Se volvía realidad sus sueño profético. Pronto estaba a conocer el Nombre Sacro. No, no había castigo en ese destino suyo; todo lo contrario. La venda era sacada de sus ojos y ya podía ver. Cuanto había leído perdía su sentido en ese instante, pero nada había sido en vano. Buscar a Dios, es hallarlo; lo supo y lloró de alegría. Era ya un hombre libre, y se sintió feliz.
Por delante suyo, otro hombre perdía el equilibrio sobre sus pasos trémulos. Esta vez, Víctor lo sostuvo antes que cayera. La gran puerta de hierro se abrió con un chasquido. De nuevo voces, quejidos, pasos. Atronantes gritos que ordenaron marchar adelante. Ansky fue el único en entrar sonriendo a la cámara de gas.
Finalizaba mayo de mil novecientos cuarenta y uno.
La Luftwafe acababa de bombardear Belgrado.
Rommel reconquistaba la frontera libio egipcia.
Rudolph Hess caía en paracaídas sobre Glasgow.
Un hombre había encontrado a Dios.
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