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Colaboración
Narrativa
Si vemos el reflejo de las cosas de Dios, estamos de espaldas a la divinidad; vemos Su forma. Sus atributos no me son revelados por mas que estén apenas detrás mío. No es Él: es una imagen especular, es decir especulativa, imperfecta, dada a la duda.
Ansky se miraba en el espejo. Todo estaba tan inmóvil como en una pintura. Al igual que en una estampa naturalista, su figura centrada dentro del marco. A la izquierda una puerta; a la derecha la lámpara de mesa que alumbraba su lectura. Y el silencio de la tarde colmando la escena. Entrecerró los ojos. El tic-tac de un reloj distante lo sumía en un sopor suave, en el que se dejaba ir llevado por el eco de los golpecitos del minutero. En los segundos que duró la inconsciencia del levísimo vahído, Ansky vió espadas; espadas que caían sobre el cuello de un hombre santo; ¿San Pablo? Cuenta la tradición que al caer su cabeza cercenada golpeó en el suelo tres veces; en cada sitio brotó una fuente de agua pura. Los golpes se replicaron dentro de su misma cabeza, aturdida. Y voces. Fuertes.
La puerta se abrió con estrépito. Así se abrieron los ojos de Victor Ansky que vió reflejados en el espejo a tres hombres, tres altos hombres de negro que vociferaban en un inconfundible acento y que lo sacudían fuera de su sillón. El libro que tenía sobre el regazo cayó a sus pies. Le ordenaron levantarlo y meterlo en una bolsa, con todos sus otros libros y papeles escritos. Comprendió que los golpes oídos no habían sido otra cosa que pasos de los Staat Polizei, que subían a su cuarto para arrestarlo. Y comprendió, ya tarde, que la detención de un judío polaco en plena ocupación nazi no era un improbable, aunque no lo había pensado ni previsto. Y suspiró.
Fue llevado en una camioneta hasta la frontera de Cracovia. En el viaje, ni siquiera se atrevió a mirar a sus captores. Hablaban entre sí a los gritos y eso lo intimidaba aún más. Bajaron frente a un cuartel. Allí Ansky fue despachado rápidamente con los Einsatzgrupen, quienes luego de un impaciente examen físico en el que tuvo que declarar, entre otras cosas, que no tenía muelas de oro, lo trasladaron a una oficina de la comandancia. Todo en ese lugar olía a sustancias químicas; el pasillo por el que lo llevaban estaba saturado de aromas rancios y acidulados. Pero no se veía nada similar a un laboratorio.
Tras un escritorio, dos oficiales; uno sentado y otro paseándose detrás, urgían al reo a responder las preguntas que le lanzaban a voz de cuello. Victor Solomon Ansky, ya extenuado de estarse de pie tanto rato, respondía a todo con un retazo de voz. Hubo de dar cuenta de su apellido y el de sus padres, y remontarse a la memoria de sus abuelos. Las interrogaciones políticas terminaron de abrumarlo; no se sabía un disidente; no estaba enrolado en bando alguno...conocía a algunos hebraístas y era un poco intelectual, sí, pero eso...
El burócrata que estaba de pie vació sobre el escritorio un montículo de libros que estaban en la bolsa. Victor los reconoció como suyos. Por la mirada de los oficiales entendió que esa era la prueba de su culpabilidad.
Un ejemplar de la Sagrada Biblia era inobjetable para su portador, cualquiera fuera su credo; pero allí estaban también los estudios cabalísticos de Isaach Luria; el Philosophia perennis de Agostino Esteuco; "Sobre la triple manera de conocer a Dios", de Cornelius Agrippa; el Sepher Yezirah, y, sobre todo, allí estaban sus apuntes...
En ellos, constaba su búsqueda irreverente de La Verdad suprema; desmenuzando cada palabra santa y cada dogma hasta la profanación. Allí estaban sus juegos de Tetragrámaton; sus denodados ejercicios impíos por alcanzar una verdad absoluta. En su letra diminuta había dibujado el mapa para llegar a un Dios esquivo y a menudo vengativo. Si la respuesta del altísimo llegaba a través de esos hombres, entonces no había dudas; rabiosamente le arrojaron a la cara el librito de apuntes obligando al atribulado filólogo a reconocer una y otra vez la autoría ya confesada y sabida por los brutales inquisidores. Ellos le señalaban insidiosamente los párrafos más inmorales. De verdad, nuestro hombre ya no supo qué decir. Pero ellos sí; lo llamaron indeseable. No llegó a preguntarse por los alcances de aquél término; ni siquiera a razonar -como acostumbraba- la etimología de palabras que despertaban en él la inquetud por su conocimiento. Abrumado por el maltrato, por los insultos, no pudo hablar más, ni hacía falta ya. Para los otros, era un condenado más. Menos que un hombre, era un untermensch.
Fue llevado y recluído en una celda angosta, sin ventanas, con un camastro de madera y un cubo higiénico por todo mobiliario. Nadie le dió explicaciones. La puerta de hierro, cerrada por fuera, tenía una ventanilla en la parte superior. Daba al pasillo por donde lo habían traído, y desde donde llegaba hasta su nariz un olor a ácidos, a sulfato. Afuera, voces de mando proferían órdenes enérgicamente. A cada grito Ansky se sobresaltaba. Llegó la noche que transcurrió pensando, atento a cada ruido, sin dormir. Por la mañana, se asomó a la ventanilla. Contra la pared, un grupo de prisioneros que estaba en completa desnudez permanecía en fila bajo la custodia de varios guardias, quienes no cesaban de "picarlos" con las puntas de sus fusiles. Ansky quedó perplejo ante la escena: una veintena de hombres famélicos, extenuados, siendo llevados como animales a lo largo del pasillo. Contempló con estupor el lento tránsito humano hasta que pasó el último prisionero, y ya no pudo ver más que la pared gris. Oyó luego una puerta abrirse en algún final del corredor, y tras un breve intervalo, la oyó cerrarse.
De nuevo en completa soledad, pensó en Víctor Ansky. Se preguntó qué lugar quedaba en un estado totalitario para un modesto letrado como él, un hombre que solo entendía de libros. Claramente se lo había señalado como enemigo del régimen, y ya no le importaba. Lo odiaba tanto como sus oficiales lo odiaban a él, el humilde filólogo, el sacrílego. Pero esos bárbaros eran de momento los dueños de su vida, y lo sabía. Escupió al piso y maldijo al régimen, a sus soldados, a la guerra misma. Luego se echó al camastro y quedó dormido. Tuvo el más extraño de los sueños...
En una cueva oculta tras la montaña, se ve a sí mismo frente al anciano cenobita, Aquél que guarda el Secreto Nombre de Dios. El ermitaño niega ofrecerle su conocimiento, que no es para cualquier mortal. Victor increpa al anciano; él no es un cualquiera y ha buscado ese conocimiento durante toda su vida. Tanto y tanto insiste al monje que éste, atribulado, lo conduce hasta un recinto apartado en el que una gran losa de piedra cubre el piso. La descorren juntos. Hay un pozo de aguas claras debajo. El anciano dice: "Sumérgete, y déjate llevar por la corriente hasta el final de un túnel. Allí encontrarás la pared en la que a un toque de tu mano aparecerá grabado El Nombre. Si no aparece, es porque realmente el misterio no es para tí, y deberás regresar de inmediato. Si persistes, El Nombre también se te dará; pero ya no tendrás tiempo para retornar aquí, por lo que perecerás ahogado. No seas tonto, y si la gracia de Su misterio no te es dada, vuelve enseguida".
Victor medita las palabras oídas. Suspira, y finalmente se saca los zapatos y se mete en las aguas cálidas. Antes de desaparecer en ellas mira al anciano monje que le dedica la más afligida de las atenciones.
- Volverás...¿verdad?
- Claro que volveré -le responde.
Bajo las aguas, Ansky se deja llevar por la corriente subterránea a través de un largo túnel que termina ante una pared de piedra. En ella apoya su mano. Nada ocurre. La toca varias veces, y unos tímidos caracteres empiezan a dibujarse en la superficie.
Entonces entiende, conteniendo bien la respiración, que debería retornar ya, pero que si se queda un instante más, sólo un instante, conocerá el Nombre de Dios... y espera. No podrá resistir mucho más, pero las letras son casi nítidas. Entiende también,
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