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Hoy eso se ha perdido en la mayor parte de las aglomeraciones humanas.
Ahora la gente se alimenta de comidas “light”, comida enlatada, comidas rápidas.
Todo muy “conveniente”, rico, barato y fácil de preparar.
Se ha perdido el alma del alimento. Lo sutil, lo invisible que sin embargo es el
sustento del orgullo y la nobleza de un pueblo.
Hoy los jóvenes no tienen el amor apasionado por su tierra. Van de un país a otro
buscando mejores “salarios”. Y se establecen allí donde la condiciones
económicas son más favorables. Sin alma. Sin amor por su cultura. Solo dinero y
facilidades materiales.
Como mercenarios, desalmados, desraizados desconectados de las fuerzas que
les dieron origen.
La cocina tradicional sin embargo es conservada por algunas pocas colectividades
indígenas o poblados muy aferrados a su tierras y a sus costumbres. Y se nota la
diferencia. Se los ve más felices, más seguros de su identidad, más pacíficos y
sobre todo más saludables. Y con un inmenso amor a tu tierra.
En esas culturas fuertemente enraizadas, sus raíces están bien implantadas en las
profundidades de su alma. Y también sus raíces biológicas.
Sus intestinos, funcionan mejor. No necesitan tantos medicamentos como los
hombres y mujeres desraizados que abandonaron la cocina tradicional de sus
pueblos y sus razas.
El colon irritable o cualquier otra disfunción intestinal es una especie de clamor de
las raíces que piden un mejor trato.
Volver a las raíces, volver a los orígenes, aprovechar el legado de tantas
generaciones que se sacrificaron por la felicidad y la prosperidad de los que
vendrían después.
Los pueblos tradicionales que vivían en las grandes franjas templadas de la tierra
se alimentaron básicamente de cereales:
Arroz, maíz, trigo, avena, centeno, cebada, quinoa, sarraceno.