Virgilio Piñera al borde de la ficción (La Habana: Editorial UH / Letras Cubanas, 2015) | Page 58

1959-1970 531 volvieran al teatro para ver Final de partida, de Beckett; los tachos de basura en que terminan su perra vida esos tristes fracasados les parecerían tan familiares e inofensivos como las confortables «africanas» de sus funcionales moradas. Jarry que, como hemos visto, tuvo que medirse con un público hostil y con una crítica todavía más hostil, defendió el terreno palmo a palmo. En el ya citado artículo «Cuestiones de teatro», puntualizaba: Hubiera sido fácil adaptar Ubú al gusto del público parisiense con ligeras modificaciones: que la palabra inicial fuera «¡Ufi» (o «¡Ufi*!»); la escoba que no puede nombrarse, la ropa de cama de una damita; los uniformes del ejército, del Primer Imperio. Ubú hubiera dado el espaldarazo al Zar y hubiera habido varios encornudados, pero esto hubiera resultado más sucio. He querido que, una vez levantado el telón, la escena se hallara frente al público como ese espejo de los cuentos de la señora Leprince de Beaumont donde el vicioso se ve con cuernos de toro y cuerpo de dragón, según la exageración de sus vicios; y no es asombroso que el público haya quedado estupefacto ante la vista de su innoble doble, que aún no le habían presentado del todo; formado, como lo ha dicho excelentemente Catulle Mendès, «de la eterna imbecilidad humana, de la eterna lujuria, de la eterna glotonería, de la bajeza del instinto erigida en tiranía; de los pudores, de las virtudes, del patriotismo y del ideal de la gente que ha comido bien». En realidad, no hay por qué esperar una pieza chusca y las máscaras explican que lo cómico debe ser, a lo sumo, lo cómico macabro de un clown inglés o de una danza de los muertos. Antes de contar con Gémier, Lugné-Póe conocía el papel y quería ensayarlo a lo trágico. Y sobre todo no se ha comprendido -sin embargo, era bastante claro y las réplicas de la Madre Ubú lo recordaban constantemente: «Qué hombre tonto... qué pobre imbécil»- que Ubú no habría de decir «frases ingeniosas», como diversos ubúculos reclamaban, sino fases estúpidas, con toda la autoridad del fariseo. Por otra parte, el vulgo, que exclama con simulado desdén: «No hay en todo esto una sola frase ingeniosa», comprende mucho menos todavía una frase profunda.15 No creo que pueda darse un análisis más agudo de la psicología del público que suele frecuentar los teatros: vedlos dispuestos a aceptar una situación escabrosa, frases de doble y hasta cuádruple sentido, pero eso sí, que al autor no se le ocurra introducir en su texto una palabra o una frase del lenguaje coprológico. El «¡Cochina!» de La lección es infinitamente más nauseoso y fétido que el «¡Mierdra!» 15 Cfr. Alfred Jarry: «Questions de théâtre», La Revue Blanche, premier semestre, tome XII, 1897 [La Revue Blanche, Slatkine Reprints, Genève, 1968, pp. 16-18].