74 } VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES
que lograron frenarla con mi detención, pero he tenido la satis-
facción de ver que posteriormente ha sido implementada por
mis antiguos colaboradores en el actual Instituto Nacional del
Tórax. A pesar de lo absurdo de la acusación, pasé por la tris-
temente famosa casa de la calle Londres 38, por el Regimiento
de Tejas Verdes, el Estadio Chile, la Cárcel Pública y una vieja
casa “ad hoc” de la calle Agustinas. He decidido relatar con al-
gún detalle, como una crónica más de nuestro tiempo, mi pe-
riplo en esos días.
El 2 de Enero fui detenido en mi casa y transportado mania-
tado con la vista vendada en una especie de furgón cerrado,
donde ya estaban otros dos colegas en iguales condiciones.
Nos llevaron a una casa que después he sabido que era la de
Londres 38, donde me amarraron a una silla y donde perma-
necí dos días sin comer ni beber, con solo ocasionales visitas al
servicio higiénico. Las horas pasaron lentas, sin apremios, sólo
interrumpidas por los gritos desgarradores de los torturados
en las piezas vecinas. Fuimos luego arrojados a un camión con
otros detenidos; luego de un largo recorrido nos metieron en
unas cabañas de madera y pronto supimos que estábamos en
el temible regimiento de Tejas Verdes.
Todas las mañanas llegaba un vehículo y se llevaba a un par de
desventurados que volvían horas después desechos. A mí me
tocó el último día; aún recuerdo en sueños el ruido premonito-
rio que hacía una rueda cuando se aproximaba a la cabaña. Me
hicieron desnudarme y con los ojos vendados me acostaron en
lo que pensé podía ser un Potro. Me amarraron los brazos por
encima de la cabeza, me fijaron un electrodo en los genitales
y otro en la muñeca izquierda y me dieron golpes de corriente
eléctrica hasta que se convencieron que no tenía nada que con-
fesar. Fue particularmente angustiosa la conversación que tuve,
posteriormente a la sesión, con el que hacía de jefe de los tortu-
radores cuando me preguntaba insistentemente por mis hijas.
Nuevo viaje, esta vez de vuelta a Santiago. Y cuando ya creía
que habían quedado satisfechos con mis declaraciones y me
iban a liberar, me encontré depositado en el frío suelo del
Estadio Chile, donde al menos me quitaron la venda de los ojos
y pude gozar de una buena ducha helada. Ahí por fin pudieron
hacer contacto conmigo mis familiares, a los cuales hasta ese
momento, se les había negado toda información sobre mi des-
tino. Además, pude relacionarme con muchos otros detenidos
y oír algunas escalofriantes historias que alimentaban el tor-
turador “caldo e cabeza” , es decir el rumiar incesante sobre lo
que nos esperaba en un futuro inmediato. Hacía pocos días, allí
habían asesinado al famoso cantaautor Víctor Jara y habían
cambiado a un jefe militar, el que todas las noches sacaba a
varios detenidos, por orden alfabético, para ser fusilados.
Cuando nuevamente creí que por fin me estaban liberando, me
trasladaron a la Cárcel Pública, donde pasé los primeros siete
días en una pequeña celda totalmente aislado del mundo exte-
rior; mi hijo Victor se las arregló para mandarme diariamente
un racimo de uva envuelto en una hoja de El Mercurio del día.
Luego en una celda para dos, nos apiñaron a seis detenidos
representantes de la sociedad de la época. Me tocó una litera
elevada, lo que me hizo recordar que durante el viaje en el
Winnipeg también debía trepar a la litera más alta. En la cárcel
me sentía feliz estando en un recinto oficial, por primera vez vi
alejarse el peligro de muerte.
De pronto, con los pies cargados de grilletes, nos trasladaron a
todos los médicos a una casona de la calle Agustinas con pre-
tensiones de residencial. Después supimos que una organiza-
ción médica de derechos humanos de Estados Unidos anunció
su visita a Chile para revisar el trato que estaban recibiendo
los galenos por parte de la Junta de Gobierno, lo que mejoró
considerablemente nuestra situación. Cuando por fin fui libe-
rado y restituido a mis funciones, aunque con firma semanal
para que no me hiciera muchas ilusiones, tuve que oír en si-
lencio como el coronel a cargo me decía, con gran pesar: “No
le hemos encontrado nada. Pero lo seguiremos investigando”.
Como siguieran las acusaciones anónimas, hube de emi-
grar por segunda vez. Tenía tres oportunidades de trabajo,
en Saskatchewan en Canadá, en la Universidad de Upsala
en Suecia y la tercera, en Estados Unidos. Elegí esta últi-
ma, donde el Profesor Julius Comroe, mi antiguo maestro
de la Universidad de Pensylvania, ahora en San Francisco,
me contrató en Enero de 1975 como “Associated Fellow” en
el Cardiovascular Research Institute de la Universidad de
California, donde permanecí durante un año y medio e inicié
mi cuarta vida.
Me enfrenté a un shock cultural terrible, pero sobreviví con
la ayuda de un psiquiatra de origen judío que también había
pasado lo suyo. Venía de un Chile desolado en una época en
que las revistas científicas eran cada vez menos accesibles
entre nosotros y tuve que adaptarme al medio más exigen-
te del mundo y a uno de los institutos de investigación más