Vida Médica Volumen 71 N°2 - 2019 | Page 70

70 } VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES Reportaje Médicos Mayores CRÓNICA DE UN REFUGIADO ESPAÑOL Dr. Victorino Farga Cuesta C omo fiel representante de los nacidos en el siglo XX, me ha tocado una vida bastante agitada. Tengo la sensación de haber vivido siete existencias distintas, cada una de las cuales me habría llevado por caminos muy diferentes. Mi primera vida se inició en Barcelona, donde nací el 6 de Julio de 1927. Mi niñez estuvo marcada por la efervescencia política que caracterizó a España en esa época; primero la caída de la monarquía del rey Alfonso XIII y el inestable advenimien- to de la Segunda República, y luego la Guerra Civil española, donde después de 3 cruentos años de lucha entre hermanos (1936-1939), el general Francisco Franco encabezó una de las dictaduras más crueles del siglo XX. Mi padre había sido mecánico del llamado “aparato de aviación” del Rey de España y luego, como republicano, peleó en los 3 años de la guerra civil. Así fue como gran parte de mi primera niñez la pasé solo con mi madre y mi hermano Rafael en nuestra residencia de las afueras de Barcelona, que esta- ba cerca de una fábrica de aviones, la “Hispano-Suiza”, por lo que estuvimos muy expuestos a los implacables bombardeos enemigos. De esa época, llena de inseguridades y privaciones, conservo el recuerdo de la masiva destrucción de la ciudad por las bombas y de las largas estadías en los precarios, húmedos y helados refugios antiaéreos. Un día de Enero de 1939, estaba en la calle jugando, cuando apareció mi padre muy alterado, con varios milicianos, en un camión con un ala de avión gritando: ¡Vamos, nos vamos ahora! Los fascistas están a las puertas de Barcelona, hemos perdido la guerra! ¿Cuándo vamos a volver? pregunté inocen- temente. “Nunca” respondió (y cumplió su palabra). Mi madre cogió un cubrecamas con motivos persas (que ahora tiene mi sobrina en Chile), puso en él alguna ropa casi al azar y parti- mos a la frontera con Francia. La primera noche la pasamos durmiendo en el duro suelo de una iglesia abandonada que estaba en el camino. El segundo día tuvimos que abandonar el camión y cruzar a pie, en un gélido mes de Enero, con la misma ropa que llevábamos pues- ta, los nevados Pirineos. Ya era de noche y empezó a llover. Ninguna de las escasas residencias de campesinos que en- contramos se atrevió a darnos abrigo, hasta que llegamos a una bodega desocupada donde pasamos la noche, una de las más terribles que recuerdo, porque estábamos completamente mojados y los espacios eran tan estrechos que no se podía ni siquiera estirar las piernas. Cuando a la mañana siguiente proseguimos la marcha, nos de- tuvo un piquete de gendarmes franceses que nos estaban espe- rando. Separaron a los hombres de las mujeres. Los hombres fueron enviados a una especie de campo de concentración, que era una playa turística abandonada en invierno, llama- da “Angeles sur Mer”, donde solo había arena y donde -como decía mi padre-, “murieron como moscas” miles de refugiados españoles de disentería, tifoidea, neumonía y tuberculosis. Los gendarmes quisieron llevarnos a mi hermano y a mí, junto con los hombres, lo que hubiera sido una muerte segura. Pero mi madre, con fiereza vasca, nos apretó contra su pecho y no hubo quien pudiera separarnos. Así es como fuimos con las mujeres a un campo de concentración más benigno, en el pue- blecito de Ruelles, al sudoeste de Francia, cerca de la ciudad