70 } VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES
Reportaje Médicos Mayores
CRÓNICA DE UN
REFUGIADO ESPAÑOL
Dr. Victorino Farga Cuesta
C
omo fiel representante de los nacidos en el siglo XX,
me ha tocado una vida bastante agitada. Tengo la
sensación de haber vivido siete existencias distintas,
cada una de las cuales me habría llevado por caminos muy
diferentes.
Mi primera vida se inició en Barcelona, donde nací el 6 de Julio
de 1927. Mi niñez estuvo marcada por la efervescencia política
que caracterizó a España en esa época; primero la caída de
la monarquía del rey Alfonso XIII y el inestable advenimien-
to de la Segunda República, y luego la Guerra Civil española,
donde después de 3 cruentos años de lucha entre hermanos
(1936-1939), el general Francisco Franco encabezó una de las
dictaduras más crueles del siglo XX.
Mi padre había sido mecánico del llamado “aparato de
aviación” del Rey de España y luego, como republicano, peleó
en los 3 años de la guerra civil. Así fue como gran parte de mi
primera niñez la pasé solo con mi madre y mi hermano Rafael
en nuestra residencia de las afueras de Barcelona, que esta-
ba cerca de una fábrica de aviones, la “Hispano-Suiza”, por lo
que estuvimos muy expuestos a los implacables bombardeos
enemigos. De esa época, llena de inseguridades y privaciones,
conservo el recuerdo de la masiva destrucción de la ciudad por
las bombas y de las largas estadías en los precarios, húmedos
y helados refugios antiaéreos.
Un día de Enero de 1939, estaba en la calle jugando, cuando
apareció mi padre muy alterado, con varios milicianos, en
un camión con un ala de avión gritando: ¡Vamos, nos vamos
ahora! Los fascistas están a las puertas de Barcelona, hemos
perdido la guerra! ¿Cuándo vamos a volver? pregunté inocen-
temente. “Nunca” respondió (y cumplió su palabra). Mi madre
cogió un cubrecamas con motivos persas (que ahora tiene mi
sobrina en Chile), puso en él alguna ropa casi al azar y parti-
mos a la frontera con Francia.
La primera noche la pasamos durmiendo en el duro suelo de
una iglesia abandonada que estaba en el camino. El segundo
día tuvimos que abandonar el camión y cruzar a pie, en un
gélido mes de Enero, con la misma ropa que llevábamos pues-
ta, los nevados Pirineos. Ya era de noche y empezó a llover.
Ninguna de las escasas residencias de campesinos que en-
contramos se atrevió a darnos abrigo, hasta que llegamos a
una bodega desocupada donde pasamos la noche, una de las
más terribles que recuerdo, porque estábamos completamente
mojados y los espacios eran tan estrechos que no se podía ni
siquiera estirar las piernas.
Cuando a la mañana siguiente proseguimos la marcha, nos de-
tuvo un piquete de gendarmes franceses que nos estaban espe-
rando. Separaron a los hombres de las mujeres. Los hombres
fueron enviados a una especie de campo de concentración,
que era una playa turística abandonada en invierno, llama-
da “Angeles sur Mer”, donde solo había arena y donde -como
decía mi padre-, “murieron como moscas” miles de refugiados
españoles de disentería, tifoidea, neumonía y tuberculosis. Los
gendarmes quisieron llevarnos a mi hermano y a mí, junto
con los hombres, lo que hubiera sido una muerte segura. Pero
mi madre, con fiereza vasca, nos apretó contra su pecho y no
hubo quien pudiera separarnos. Así es como fuimos con las
mujeres a un campo de concentración más benigno, en el pue-
blecito de Ruelles, al sudoeste de Francia, cerca de la ciudad