VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES
de Anguleme, donde permanecimos durante 6 meses en lo que
sería mi segunda vida.
Nos instalaron en unos galpones a las afueras del pueblo, don-
de dormíamos en el suelo sobre unos improvisados colcho-
nes de paja, pero al menos nos sentíamos protegidos de las
inclemencias del invierno europeo y no pasábamos hambre.
Paradójicamente éste resultó ser uno de los períodos más fe-
lices de mi vida. Fue como un renacimiento. En España había
sido un niño.
Estábamos custodiados, aunque nadie pensara en huir, por un
piquete de guardias senegaleses, enormes, de aspecto terrible:
“Negros senegaleses, negros como el carbón, con los ojos ama-
rillos, la madre que los parió”, cantábamos a sus espaldas, has-
ta que después de los primeros días ya les perdimos el miedo.
El campo estaba cercado por unas alambradas con alambre de
púas que se veían infranqueables. Los niños mayores pronto
encontramos como esquivarlas, cavando unos huecos en la tie-
rra, por debajo de los alambres. Nos sentíamos muy valientes
y originales, pero con el pasar del tiempo, aunque seguíamos
saliendo por los sitios prohibidos, ya no temíamos regresar de
nuestros paseos, pasando por la puerta principal, delante de
los gendarmes, que hacían la vista gorda.
Yo salía todos los días del campo de concentración a recorrer
el pueblo y sus alrededores y rápidamente aprendí a hablar
francés y me hice de muchos amigos de todas las edades. Los
campesinos franceses se mostraron muy generosos y nos ha-
cían regalos, sobre todo de comida. Así que volvía con huevos,
panes, almendras, quesos, que mi madre preparaba en una
gran estufa que había cerca de nuestras camas. A mi herma-
no Rafael le daba asco la comida del campo de concentración
que venía en una olla común, así que a él le reservábamos la
mayor parte de las provisiones. Yo tenía 11 años, cumplí 12 en
el campo, pero me sentía todo un proveedor y adquirí parte de
la confianza que me faltaba en Barcelona y que tanto me ha
servido después.
De repente, de la nada, llega una carta de mi padre que dice
que hemos sido acogidos como refugiados españoles por
Chile. No había oído hablar de ese país. Fui donde mi amigo
campesino que tenía sus años y me llevó a una habitación lle-
na de cachivaches, donde había un viejo mapa escolar y me
dijo: “Le Chili…le Chili… voilá le Chili”. Y ahí apareció un país
largo como un cordón, donde transcurriría la tercera parte de
mi vida.
Sucedió que mi padre logró salir de su campo de concentración
{ 71
y pidió integrarse a un grupo de refugiados españoles que el
Presidente Pedro Aguirre había encomendado a Pablo Neruda
escoger y enviar a Chile. Así fue como un día cualquiera, a
través de la ventanilla de un tren que nos llevaba a Burdeos, vi
la figura inconfundible de mi padre que nos esperaba paseán-
dose impacientemente por el andén de esta ciudad francesa.
En el puerto nos esperaba, majestuoso, el vapor Winnipeg, que
decían había sido el barco más grande del mundo. La realidad
era un navío de carga donde solo cabían unos 300 pasajeros,
pero tuvo que acomodar a cerca de 3.000. Pablo Neruda lo ha-
bía alquilado para rescatar a esos refugiados de una España
derrotada donde él había sido embajador y a la que tanto que-
ría. En sus memorias cuenta que ésta fue una de sus mejores
empresas.
El viaje en el Winnipeg duró alrededor de un mes y daría para
otra historia. La llegada de noche, el 2 de Septiembre de 1939,
al puerto de la esperanza, Valparaíso, del que solo se veían
unas lucecitas suspendidas en los cerros, está grabada inde-
leble en mi alma. El día siguiente recibimos numerosas mani-
festaciones amistosas, tanto en el puerto como en Santiago, a
donde llegamos en tren ese mismo día. El arribo a la estación
Mapocho fue especialmente emocionante, incluyendo unos
inesperados aplausos. Tanto la llegada a Valparaíso como pos-
teriormente, el enfrentamiento con la gloriosa primavera san-
tiaguina, fueron un auténtico shock cultural. Chile apareció
ante mis ojos de niño como una verdadera copia feliz del Edén;
había trabajo, oportunidades y una especie de optimismo en el
aire, una sensación de libertad que no había conocido antes.
Llegamos a Chile con lo puesto. Mi padre empezó a trabajar
como obrero, pero pronto se independizó. Para él no había ho-
rarios, fines de semana, días de fiesta ni vacaciones. Mi madre
puso una pensión, donde desarrolló sus condiciones de exce-
lente cocinera durante los primeros años. Mi hermano y yo
la ayudábamos haciendo las camas de los escasos huéspedes.
Eran los tiempos del frente Popular y nos sentíamos muy bien
recibidos, aunque no faltaron algunos periódicos que preve-
nían a la población contra todas las pestes que presumible-
mente traíamos.
Estudié en el Liceo Valentín Letelier todas mis humanidades,
gracias al esfuerzo de mis padres y la gratuidad de los cole-
gios de esa época. La enseñanza era excelente, muy superior
a la que tuvieron mis hijos en un famoso liceo muchos años
más tarde. También gratuita fue la educación que recibí de la
Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, donde obtuve