VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 74
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Pero también ha de tenerse toda clase de excusas para un rey que vive por completo
apartado del resto del mundo, y, por consiguiente, tiene que estar en absoluto ignorante de
las maneras y las costumbres que deben prevalecer en otras naciones; falta de conocimiento
que siempre determinará numerosos prejuicios, y una cierta estrechez de pensamiento, de
que nosotros y los más civilizados países de Europa estamos enteramente libres. Y, sin
duda, sería contrario a la razón que se quisieran presentar las nociones de virtud y vicio de
un príncipe tan lejano como modelo para toda la Humanidad.
Para confirmar esto que acabo de decir, y mostrar además los desdichados efectos de
una educación limitada, referiré un episodio que apenas será creído. Con la esperanza de
congraciarme más con Su Majestad, le hablé de un descubrimiento, realizado hacía de
trescientos a cuatrocientos años, para fabricar una especie de polvo tal, que si en un montón
de él caía la chispa más pequeña todo se inflamaba, así fuese tan grande como una
montaña, y volaba por los aires, con ruido y estremecimiento mayores que los que un
trueno produjera. Le añadí que una cantidad de este polvo, ajustada en el interior de un tubo
de bronce o hierro proporcionada al tamaño, lanzaba una bola de hierro o plomo con tal
violencia y velocidad, que nada podía oponerse a su fuerza; que las balas grandes así
disparadas no sólo tenían poder para destruir de un golpe filas e nteras de un ejército, sino
también para demoler las murallas más sólidas y hundir barcos con mil hombres dentro al
fondo del mar; y si se las unía con una cadena, dividían mástiles y aparejos, partían
centenares de cuerpos por la mitad y dejaban la desolación tras ellas. Añadí que nosotros
muchas veces llenábamos de este polvo largas bolas huecas de hierro y las lanzábamos por
medio de una máquina dentro de una ciudad a la que tuviésemos puesto sitio, y al caer
destrozaba los pavimentos, derribaba en ruinas las casas y estallaba, arrojando por todos
lados fragmentos que saltaban los sesos a quienes estuvieran cerca. Díjele además que yo
conocía muy bien los ingredientes, comunes y baratos; sabía hacer la composición y podía
dirigir a los trabajadores de Su Majestad en la tarea de construir aquellos tubos de un
tamaño proporcionado a todas las demás cosas del reino. Los mayores no tendrían que
exceder de cien pies de longitud, y veinte o treinta de estos tubos, cargados con la cantidad
adecuada de polvo y balas, podrían batir en pocas horas los muros de la ciudad más fuerte
de los dominios de Su Majestad, y aun destruir la metrópoli entera si alguna vez se
resistiera a cumplir sus órdenes absolutas. Humildemente ofrecí esto al rey como pequeño
tributo de agradecimiento por las muchas muestras que había recibido de su real favor y
protección.
El rey quedó horrorizado por la descripción que yo le había hecho de aquellas terribles
máquinas y por la proposición que le sometía. Se asombró de que tan impotente y miserable
insecto -son sus mismas palabras- pudiese sustentar ideas tan inhumanas y con la
familiaridad suficiente para no conmoverse ante las escenas de sangre y desolación que yo
había pintado como usuales efectos de aquellas máquinas destructoras, las cuales -dijo-
habría sido sin duda el primero en concebir algún genio maléfico enemigo de la
Humanidad. Por lo que a él mismo tocaba, aseguró que, aun cuando pocas cosas le
satisfacían tanto como los nuevos descubrimientos en las artes o en la Naturaleza, mejor
querría perder la mitad de su reino que no ser consabidor de este secreto, que me ordenaba,
si estimaba mi vida, no volver a mencionar nunca.
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