VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 50

44 siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento. Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar. Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una ide a de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento, aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y ordinarios y de feo color. Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó, un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir. Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas. Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre 50