VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 50
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siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo
ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta
peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis
ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como
si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en
la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de
cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento.
Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año
en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos
habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual
entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de
amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la
mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el
bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no
hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una
especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero
todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar.
Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho
monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una ide a
de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para
dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos
cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de
nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento,
aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y
ordinarios y de feo color.
Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes
diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de
estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más
blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le
levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó,
un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los
cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de
varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco
como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado
muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la
corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado
grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir.
Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla
porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la
justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas.
Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según
pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese
cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre
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