VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 49
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para mayor seguridad, y de este modo me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su mujer y
me mostró a ella, que dio un grito y echó a correr como las mujeres en Inglaterra a la
presencia de un sapo o de una araña. No obstante, cuando hubo visto mi comportamiento
un rato y lo bien que obedecía a las señas que me hacía su marido, se reconcilió conmigo
pronto y poco a poco fue prodigándome los más solícitos cuidados.
Eran sobre las doce del día y un criado trajo la comida. Consistía en un plato fuerte de
carne -propio de la sencilla condición de un labrador- servido en una fuente de veinticuatro
pies de diámetro, poco más o menos. Formaban la compañía el granjero y su mujer, tres
niños y una anciana abuela. Cuando estuvieron sentados, el granjero me puso a alguna
distancia de él encima de la mesa, que levantaba treinta pies del suelo. Yo tenía un miedo
atroz y me mantenía todo lo apartado que me era posible del borde por temor de caerme. La
esposa picó un poco de carne, desmigajó luego algo de pan en un trinchero y me lo puso
delante. Le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor y empecé a
comer, lo que les causó extremado regocijo. La dueña mandó a su criada por una copita de
licor capaz para unos dos galones y me puso de beber; levantó la vasija muy trabajosamente
con las dos manos y del modo más respetuoso bebí a la salud de la señora, hablando todo lo
más fuerte que pude en inglés, lo que hizo reír a la compañía de tan buena gana, que casi
me quedé sordo del ruido. El licor sabía como una especie de sidra ligera y no resultaba
desagradable. Después el dueño me hizo seña de que me acercase a su plato; pero cuando
iba andando por la mesa, como tan grande era mi asombro en aquel trance -lo que
fácilmente comprenderá y disculpará el indulgente lector-, me aconteció tropezar con una
corteza de pan y caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté inmediatamente, y
advirtiendo en aquella buena gente muestras de gran pesadumbre, cogí mi sombrero -que
llevaba debajo del brazo, como exige la buena crianza- y agitándolo por encima de la
cabeza di tres vivas en demostración de que no había recibido en la caída perjuicio ninguno.
Pero cuando en seguida avanzaba hacia mi amo -como le llamaré de aquí en adelante-, su
hijo menor, que se sentaba al lado suyo -un travieso chiquillo de unos diez años- me cogió
por las piernas y me alzó en el aire a tal altura, que las carnes se me despegaron de los
huesos; el padre me arrebató de sus manos y le dio un bofetón en la oreja derecha, con el
que hubiera podido derribar un ejército de caballería europea, al mismo tiempo que le
mandaba retirarse de la mesa. Temeroso yo de que el muchacho me la guardase, y
recordando bien cuán naturalmente dañinos son los niños entre nosotros para los gorriones,
los conejos, los gatitos y los perritos, me dejé caer de rodillas, y, señalando hacia el
muchacho, hice entender a mi amo como buenamente pude que deseaba que perdonase a su
hijo. Accedió el padre, el chiquillo volvió a sentarse en su puesto, y en seguida yo me fui a
él y le besé la mano, la cual mi amo le cogió e hizo que con ella me acariciase suavemente.
En medio de la comida, el gato favorito de mi ama le saltó al regazo. Oía yo detrás de mí
un ruido como si estuviesen trabajando una docena de tejedores de medias, y volviendo la
cabeza, descubrí que procedía del susurro que en su contento hacía aquel animal, que
podría ser tres veces mayor que un buey, según el cálculo que hice viéndole la cabeza y una
pata mientras su dueña le daba de comer y le hacía caricias. El aspecto de fiereza de este
animal me descompuso totalmente, aunque yo estaba al otro lado de la mesa, a más de
cincuenta pies de distancia, y aunque mi ama le sostenía temiendo que diese un salto y me
cogiese entre sus garras. Pero resultó no haber peligro ninguno, pues el gato no hizo el
menor caso de mí cuando despues mi amo me puso a tres yardas de él; y como he oído
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