VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 39
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vuestros huesos, transportarla a carretadas y enterrarla en diferentes sitios para evitar
infecciones, dejando el esqueleto como un monumento de admiración para la posteridad.
»De este modo, gracias a la gran amistad del secretario, quedó concertado el asunto. Se
encargó severamente que el proyecto de mataros de hambre poco a poco se mantuviera
secreto; pero la sentencia de sacaros los ojos había de trasladarse a los libros; no disintiendo
ninguno, excepto Bolgolam, el almirante, quien, hechura de la emperatriz, era
continuamente instigado por ella para insistir en vuestra muerte.
»En un plazo de tres días vuestro amigo el secretario recibirá el encargo de venir a
vuestra casa y leeros los artículos de acusación, y luego daros a conocer la gran clemencia y
generosidad de Su Majestad y de su Consejo, gracias a la cual se os condena solamente a la
pérdida de los ojos, a lo que Su Majestad no duda que os someteréis agradecida y
humildemente. Veinte cirujanos de Su Majestad, para que la operación se lleve a efecto de
buen modo, procederán a descargaros afiladísimas flechas en las niñas de los ojos estando
vos tendido en el suelo.
»Dejo a vuestra prudencia qué medidas debéis tomar; y, para evitar sospechas, me
vuelvo inmediatamente con el mismo secreto que he venido.»
Así lo hizo su señoría, y yo quedé solo, sumido en dudas y perplejidades.
Era costumbre introducida por este príncipe y su Ministerio -muy diferente, según me
aseguraron, de las prácticas de tiempos anteriores- que una vez que la corte había decretado
una ejecución cruel fuese para satisfacer el resentimiento del monarca o la mala intención
de un favorito-, el emperador pronunciase un discurso a su Consejo en pleno exponiendo su
gran clemencia y ternura, cualidades sabidas y confesadas por el mundo entero. Este
discurso se publicaba inmediatamente por todo el reino, y nada aterraba al pueblo tanto
como estos encomios de la clemencia de Su Majestad, porque se había observado que
cuando más se aumentaban estas alabanzas y se insistía en ellas, más inhumano era el
castigo y más inocente la víctima. Y en cuanto a mí, debo confesar que, no estando
designado para cortesano ni por nacimiento ni por educación, era tan mal juez en estas
cosas, que no pude descubrir la clemencia ni la generosidad de esta sentencia; antes bien, la
juzgué -quizá erróneamente- más rigurosa que suave. A veces pensaba en tomar mi defensa
en el proceso; pues, aun cuando no podía negar los hechos alegados en los varios artículos,
confiaba en que pudieran admitir alguna atenuación. Pero habiendo examinado en mi vida
atentamente muchos procesos de Estado y visto siempre que terminaban según a los jueces
convenía, no me atreví a confiarme a tan peligrosa determinación en coyuntura tan crítica y
frente a enemigos tan poderosos. En una ocasión me sentí fuertemente inclinado a la
resistencia, ya que, estando en libertad como estaba, difícilmente hubiera podido
someterme toda la fuerza de aquel imperio, y yo podía sin trabajo hacer trizas a pedradas la
metrópoli; pero en seguida rechacé este proyecto con horror al recordar el juramento que
había hecho al emperador, los favores que había recibido de él y el alto título de nardac que
me había conferido. No había aprendido la gratitud de los cortesanos tan pronto que pudiera
persuadirme a mí mismo de que las presentes severidades de Su Majestad me relevaban de
todas las obligaciones anteriores.
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