afiladas y peligrosas como aquellas. Sin embargo, los vikingos no eran
una raza que se caracterizase por la cobardía ni nada por el estilo, así
que el jefe ordenó a los timoneles de todas las embarcaciones que
pusieran rumbo norte, hacia la costa.
El mar se hallaba en calma, lo que facilitó que los remeros
acortaran de forma rápida la distancia que los separaba de las playas. Su
táctica invasora se basaba en la sorpresa, por lo que era preciso que los
hombres desembarcaran en tierra lo más rápido posible. Lo que no
esperaban era que las condiciones climáticas cambiaran en cuestión de
minutos.
Se levantó fuerte viento de poniente, acompañado por un aún más
fuerte oleaje. Esto provocó que las livianas naves se escorasen
peligrosamente hacia las rocas. De repente, empezó a caer el diluvio
universal. A la tremenda manta de agua le siguió la formación de
remolinos que atrapaban a los barcos. Ragnar, que no se asustaba por
cualquier nimiedad, se había quedado pálido como el papel, pues nunca
había visto nada parecido.
El huracán llegó y arrastró a las endebles naves hacia los
acantilados. Una tras otra fueron estrellándose contra las amenazadoras
formaciones rocosas, haciéndose añicos. Los vikingos saltaban por babor
o estribor para salvar sus vidas, mas quienes no morían golpeándose
contra las piedras, lo hacían ahogados en un mar embravecido.
La pericia del jefe vikingo hizo que, en un último y agónico
momento, pudiese desviar su drakkar hacia las proximidades de una
enorme cueva que se hallaba alejada del núcleo de la tormenta. No
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