bravos vikingos, quienes, al ver venir hacia ellos a la bestia marina,
soltaron los remos.
Ni siquiera les dio tiempo a saltar por la borda, ya que el
cefalópodo agarró la nave por el velamen, izándola a más de tres metros
de altura y zarandeándola de forma espantosa. Con las primeras
sacudidas ya cayeron la mitad de los tripulantes, así como restos de la
quilla y los palos. Ragnar se sujetaba al timón con uñas y dientes, pero
no había lugar seguro para ninguno. Cuando la bestia se aseguró de que
los marinos habían caído al mar y eran devorados por un ejército de
enormes tiburones blancos que aparecieron de la nada, puso toda su
atención en el jefe de la tripulación.
Aquella bestia tenía una inteligencia fuera de lo normal, pues
esperó estar a solas con quien creía comandaba la nave de intrusos para
darle un tratamiento especial. Del barco vikingo solo quedaba un trozo
del suelo, formado a base de listones de madera, justo el que sostenía
aún, y de milagro, el timón, con Ragnar pegado como una lapa. El
gigantesco pulpo alzó al humano con uno de sus largos tentáculos,
acercándolo a sus ojos, casi ciegos. Tras observarlo con detenimiento,
quizá valorando la calidad de su alimento, se lo introdujo en la boca y,
todavía vivo, se lo tragó sin masticar. Ese fue el fin de uno de los
mayores jefes vikingos daneses de la historia.
Desde el Monte del Cabo de Finisterre, Décimo Junio Bruto había
sido testigo de la catástrofe sufrida por los que ni siquiera llegaron a ser
sus enemigos, pues la naturaleza y los dioses hicieron bien su trabajo.
Alberto Casado Alonso (Trujillo, Perú)
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