por qué olerían tan bien las sábanas, sí. «¿Qué que hago con la luz
encendida?» Apareció la nube del trabajo y el coche, la moto y los
amigos, los niños llorando y gritando y el jefe y el sudor asqueroso y el
mundo dando mil millones de vueltas y cien mil vueltas más y Daniel que
no recordaba ese olor pero que sí lo recordaba de algún lado y no estaba
nunca en casa y no aguantaba a los niños y no se aguantaba ni él. Y el
coche dando guerra, con averías, con mil historias y la moto con la rueda
pinchada, y el taller cada día más caro y la gasolina y las cuestas y las
ruedas y las averías y las ruedas y la bendita moto y el trabajo y las
cuestas y llegar tarde y, ¿por qué olían tan bien las sábanas?
Daniel cerró los ojos y antes de que Andrea pudiera llegar a la cama
dio mil millones de vueltas, cien mil vueltas. No podía dormir y no eran
los seis o siete o mil vasitos de asqueroso café de máquina, no eran los
cien mil reproches de su jefe o los mil millones de muecas de Andrea, la
pobre Andrea cansada de todo, cansada y pobre y Andrea y el trabajo y
los niños y sus amigas. La cama y olía bien y Andrea y la moto y el
trabajo y mil millones cien mil peleas por tonterías y tendría que
regalarle flores un día de estos y la pobre Andrea y qué bien olían las
sábanas.
Ya eran las mil y todavía dando vueltas, pensó Daniel, mientras
metía la nariz bien adentro de su almohada y parecía la misma pero algo
olía muy bien cerca y no era su almohada y levantó el brazo y apareció la
oficina, las horas muertas, el jefe con cara de perro y ese olor a
cansancio, a vida perra, a pocas horas de sueño, a una vida de mierda.
Dejó caer la cabeza y se le hundió entre las dos almohadas. Era un hueco
pequeño. Dejó la cabeza muerta. Casi no podía respirar. Se fue a la
mierda el trabajo, los lloros, el coche y la moto y Andrea… Andrea
apareció vestida de primavera, con un vestido corto, de colores suaves y
con las rodillas descubiertas, hermosas piernas blancas, limpias, tiernas.
Daniel flotaba y moría con el aroma de su rosa del desierto… Ahí
estaba obnubilado por su belleza, pasmado ante una luz blanca y risueña
que le acariciaba la cara mientras las babas le mojaban las mejillas y
luego el bigote y hasta las cejas, y un aroma intenso se le metía por la
nariz y le llegaba hasta la nuca. La mayor de las bellezas no es una luz, no
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