firme que le ofrecía una página en blanco. Respiró la libertad que de ella
rezumaba; sintió la paz que le transmitía. Su comprensión. Sin pensar lo
que hacía fue labrando el blanco campo con tinta. Se entregó por
completo hasta que el sueño lo capturó fruto de su extenuación.
Al despertar vio las flores que habían surgido de la nada y comenzó
a pasear distraído por el enorme e indómito jardín. Su propio paraíso.
Allí la caprichosa muerte no tenía cabida; ninguna lágrima había rodado
por la frustración para acabar olvidada al cobijo de los pétalos.
J. Carrasco (Durango, Vizcaya)
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