—¡No! —dijo en voz alta, negando con la cabeza al mismo tiempo y negándose a
aceptar que Seth fuera responsable de tal cosa. Estaba claro: su hijo era Seth y no Will,
y no podía ser capaz de nada así. Aunque la carta proviniera de una fuente que ella
consideraba completamente fiable, quizá alguien la hubiera alterado. Podía ser que
alguien más conociera el buzón secreto. Pero ¿cómo, y por qué, y qué podía ganar
nadie dejándole una carta falsa? Nada de todo aquello tenía sentido.
Se dio cuenta de que le costaba trabajo respirar y de que le temblaban las manos.
Las apoyó con fuerza en la mesa, arrugando la carta que mantenía en una de ellas.
Hizo un esfuerzo por sobreponerse y después miró a hurtadillas a los demás clientes
de la cafetería, con la preocupación de que alguien la hubiera estado observando. Pero
los otros clientes, albañiles en su mayoría a juzgar por la ropa de trabajo que llevaban,
estaban demasiado ocupados con los enormes platos de comida frita que tenían
delante para fijarse en nada más, y el propietario del establecimiento estaba detrás de
la barra, tarareando para sí una canción.
Se apoyó en el respaldo de la silla y observó la cafetería como si la viera por
primera vez. Contempló las paredes forradas de imitación de madera, y el póster
descolorido de una Marilyn Monroe repantigada contra un largo coche
estadounidense. Sonaba un programa de radio, pero para ella no era más que un
zumbido molesto y no le prestaba atención.
A continuación limpió en el cristal de la ventana un pequeño redondel de la
condensación producida en el interior, y miró a través de él. Seguía siendo demasiado
pronto y seguía habiendo demasiada luz, así que decidió esperar allí un poco más,
dibujando con la punta de una servilleta de papel humedecida en una gota de café
derramada sobre la arañada melamina roja de la mesa. Cuando el café se secó y se
quedó sin material con el que dibujar, se quedó mirando al frente sin ver nada, como
si hubiera entrado en trance. Un poco después salió de ese estado dando un respingo y
vio que de la gabardina le colgaba un botón, que pendía tan sólo de un hilo. Tiró de él
y se lo quedó en la mano. Sin pensar en lo que estaba haciendo, lo dejó caer en la
vacía taza de café y después dejó que su mirada se perdiera en los cristales empañados
y en las formas borrosas de los apresurados viandantes.
Finalmente, el dueño del local dio una vuelta por las mesas, pasando la sucia
bayeta por las mesas vacías y colocando en su sitio las sillas que encontraba por el
camino. Se detuvo junto a la cristalera y durante unos segundos miró lo que miraba
Sarah, antes de preguntarle, en tono claramente brusco, si deseaba tomar algo más.