había encontrado en el buzón secreto decía la verdad, esa verdad que aún no podía
creerse, entonces Seth se había convertido en Will, en alguien completamente
diferente.
Tras recorrer varios kilómetros, Sarah llegó a una calle abarrotada, con tiendas y la
mole de ladrillo visto de un supermercado. Rezongó para sí cuando se vio obligada a
detenerse en un cruce, entre un montón de personas, y esperar a que el semáforo se
pusiera verde. Se sentía incómoda y se arrebujó en la gabardina. Después,
acompañado por la señal sonora, se encendió el hombrecillo verde del semáforo y
Sarah cruzó la calle, adelantando a otras personas que iban cargadas con bolsas de la
compra.
Las luces de las tiendas se iban apagando, empezaba a llover y la gente corría en
busca de refugio o para llegar al coche que tenían aparcado. La calle se despejó. Ella
siguió su camino pasando desapercibida entre los demás viandantes, a los que ella no
dejaba de escrutar con ojos experimentados. Oía la voz de Tam tan clara como si lo
tuviera a su lado: «Observa, pero no dejes que te observen a ti».
Ese era el consejo que le había dado. Cuando eran niños, a menudo se escapaban
de su casa, desobedeciendo descaradamente las instrucciones de sus padres. Se
disfrazaban poniéndose unos harapos y tiznándose la cara con un corcho quemado, y
se internaban en uno de los lugares más violentos y peligrosos de toda la Colonia: los
Rookeries. Incluso ahora, ella recordaba a Tam tal como era en aquellos tiempos, lo
recordaba con su rostro juvenil y sonriente manchado de negro y con la emoción
reflejada en los ojos al escapar de algún apuro. Lo echaba tanto de menos…
De pronto, algo la arrancó de sus pensamientos: era su instinto, que sonaba como
una alarma. Un joven esquelético, vestido con guerrera, apareció frente a ella,
caminando en dirección opuesta. Se dirigía directo hacia ella. Sarah siguió su camino
pero, en el último instante, el joven se giró, la rozó con el codo y le tosió en plena
cara. Ella se paró en seco, echando chispas por los ojos. Él siguió su camino,
murmurando palabras horribles entre dientes. En la espalda de la guerrera llevaba
puestas las palabras «te odio» en grandes letras blancas. Tras dar unos pasos, el joven
debió de darse cuenta de que ella seguía mirándolo, porque volvió ligeramente el
cuerpo hacia ella y la miró con cara amenazadora. —¡Basura! —le dijo.
El cuerpo de Sarah se tensó completamente, como el de una pantera a punto de
saltar.
«Cerdo despreciable», pensó, aunque no dijo nada.