eran más de lo que Sarah podía soportar. Se agarraba a la reja que rodeaba la más
grande e imponente de las tumbas del pequeño cementerio, una reja que, cosa curiosa,
en su vértice tenía dos figuritas de piedra que empuñaban pico y pala. Seth la llamó
cuando se alejaba, pero ella no se podía volver a mirar, porque su instinto le decía que
no se fuera.
Dejó el cementerio sin saber adonde iba, luchando contra aquel mareo que, a cada
paso, la hacía sentirse como si estuviera subiendo y bajando en una atracción de feria.
Después de eso, Sarah ya no recordaba gran cosa.
Recobró la conciencia cuando algo la despertó zarandeándola. Al abrir los ojos, el
sol le resultó insoportable. Su luz era tan cegadora que apenas podía distinguir a la
mujer que tenía de pie ante ella y que, preocupada, le preguntaba qué le ocurría. Sarah
se dio cuenta de que se había desmayado entre dos coches aparcados. Tapándose los
ojos con las manos, se puso rápidamente en pie y echó a correr.
Finalmente, había encontrado el camino de regreso al cementerio, pero se detuvo
cuando vio que alrededor de Seth había unos cuantos hombres vestidos de negro. Al
principio pensó que eran styx, pero después, a través de sus ojos anegados en
lágrimas, fue capaz de leer la palabra «Policía» escrita en el coche. Se alejó a
hurtadillas.
Desde ese día había intentado un millón de veces convencerse de que eso había
sido lo mejor, de que no hubiera estado en condiciones de alimentar a un niño
pequeño, y mucho menos de escapar de los styx llevándolo consigo. Pero ese
razonamiento no conseguía borrar la imagen de su hijo llorando y alargando hacia ella
su manita tan pequeña mientras la llamaba una y otra vez cuando ella se perdía en la
noche.
La manita diminuta que se agitaba vacilante a la luz de las farolas, tendida hacia
ella.
Algo se agazapó en su mente, como un animal herido que se hace una bola para
defenderse.
Sus pensamientos eran tan vividos y claros que, cuando alguien que pasaba por la
acera la miró, se preguntó si habría estado hablando en voz alta sin darse cuenta.
«¡Vamos, cálmate!», se dijo. Tenía que centrarse en lo que estaba haciendo.
Sacudió la cabeza para arrojar de su mente la imagen de la carita del niño. De
cualquier manera, ya hacía demasiado tiempo de aquello, y como los edificios que la
rodeaban, todo lo demás también había cambiado para siempre. Si el mensaje que