hacer para evitarlo. Creyó que se volvería loca.
La acometieron ataques de rabia y, separándose de la cuna que estaba en un rincón
del dormitorio, intentó autolesionarse hundiéndose frenéticamente las uñas en los
antebrazos y arañándoselos hasta hacerse sangre, mordiéndose la lengua para no gritar
y no despertar al niño, que estaba semiinconsciente. En otras ocasiones, se
desplomaba en el suelo, presa de una desesperación tan profunda que rezaba pidiendo
morir con su hijo.
En la hora final, los pálidos ojillos del bebé se volvieron vidriosos y lánguidos.
Entonces, estando sentada junto a la cuna, en el oscuro dormitorio, Sarah fue
arrancada de su desesperación por un sonido. Era una especie de susurro levísimo,
como si alguien estuviera intentando hacerle recordar algo que era importante que
recordara. Se inclinó sobre la cuna. Supo por instinto que había oído el último aliento
de los labios del bebé. No se movía. Era el final. Levantó el bracito del niño y lo dejó
caer en el colchón. Era como tocar una muñeca de factura exquisita.
Pero no lloró entonces. Sus ojos estaban secos y miraban con determinación. En
aquel mismo instante, cualquier lealtad que hubiera sentido hacia la Colonia, hacia su
marido y hacia la sociedad en que había vivido toda su vida se desvaneció. Y lo vio
todo tan claro en aquel momento como si se le hubiera encendido una luz en la mente.
Comprendió qué era lo que tenía que hacer, y lo comprendió de manera tan clara y
segura que nada hubiera podido interponerse en su camino. Costara lo que costara,
tenía que ahorrar aquel destino a sus otros dos hijos.
Esa misma tarde, mientras se enfriaba en la cuna el cuerpo del niño muerto, del
niño que no tenía nombre, había metido algunas cosas en su bolso y había cogido a
sus dos hijos. Mientras su marido estaba fuera haciendo los preparativos para el
funeral, ella había salido de la casa con los niños y se había dirigido hacia una de los
caminos de salida que le había descrito su hermano en cierta ocasión.
Como si los styx conocieran cada movimiento suyo, la cosa se echó muy pronto a
perder y se convirtió en el juego del gato y el ratón. Mientras ella corría por la maraña
de túneles de ventilación, los styx la perseguían, y estaban en todo momento muy
cerca. Recordó cómo se había detenido un instante para recuperar el aliento. Se apoyó
en la pared escondiéndose en lo oscuro con un niño en cada brazo y percibiendo sus
movimientos. En el fondo, sabía que no tenía más remedio que dejar atrás a uno de
ellos, porque no podía escapar con los dos. En aquel momento, recorriendo las calles
de Londres, recordaba la tortura de aquella indecisión que había tenido lugar años