Tuneles Roderick Gordon 2 Profundidades | Page 34

Durante muchos años la vida de Sarah había sido monótona y triste, y tenía la sensación de no haber estado realmente viva. Aunque hubiera ocurrido hacía ya mucho, su huida de la Colonia seguía produciéndole recuerdos dolorosos. Al caminar, se daba cuenta de que no podía contener la ráfaga de recuerdos que se cernían sobre ella, abrumándola. Empezó a revivir las apabullantes dudas que la habían asaltado al escapar de una pesadilla para meterse en otra, en aquella tierra ajena en la que el brillo del sol resultaba angustioso y todo era diferente y extraño. Y lo peor de todo, la desgarraba el sentimiento de culpa por haber abandonado a sus dos hijos. Pero no había tenido opción, había tenido que irse. Su hijo, con apenas una semana de edad, había contraído una fiebre horrible que se apoderaba de él, sacudiéndolo con violentos temblores a la vez que lo consumía. Incluso ahora, tanto tiempo después, Sarah oía el interminable llanto y recordaba la indefensión en que se sentían ella y su esposo. Habían implorado al doctor que les diera algún medicamento, pero él les explicaba que en su negro maletín no tenía nada que darles. Ella se había puesto como loca, pero el doctor se había limitado a negar con la cabeza en un gesto adusto y a evitar su mirada. Sarah sabía perfectamente lo que significaba aquel gesto que el médico hacía con la cabeza. Sabía la verdad: en la Colonia, medicinas tales como los antibióticos escaseaban siempre. Las pocas de las que disponían eran para uso exclusivo de las clases dominantes: los styx, y puede que un grupo muy selecto de la élite dentro de la Junta de Gobernadores. Había otra alternativa: ella había sugerido comprar penicilina en el mercado negro, y quería pedirle a su hermano Tam que le consiguiera un poco. Pero el marido de Sarah fue categórico: «No puedo aprobar esas pr ácticas», fueron las palabras que pronunció dirigiendo una sombría mirada al niño, que se debilitaba a cada hora que transcurría. Después había mascullado comentarios sobre la posición que ostentaba en el seno de la comunidad y la obligación que tenía de respetar y hacer respetar sus valores. A Sarah todo eso le importaba un comino: sólo quería que su bebé se volviera a poner bien. Pero no podía hacer nada para lograrlo aparte de limpiarle continuamente la carita, que se había vuelto de un color rojo encendido, en un intento de bajarle la temperatura. Eso y rezar. Durante las veinticuatro horas siguientes el niño lloró casi en silencio, dando patéticas boqueadas, como si no pudiera respirar de otro modo. No servía de nada tratar de alimentarlo, porque el pequeño no hacía ningún esfuerzo por sacar la leche. El bebé se le iba y no había nada, absolutamente nada, que pudiera