Durante muchos años la vida de Sarah había sido monótona y triste, y tenía la
sensación de no haber estado realmente viva. Aunque hubiera ocurrido hacía ya
mucho, su huida de la Colonia seguía produciéndole recuerdos dolorosos.
Al caminar, se daba cuenta de que no podía contener la ráfaga de recuerdos que se
cernían sobre ella, abrumándola. Empezó a revivir las apabullantes dudas que la
habían asaltado al escapar de una pesadilla para meterse en otra, en aquella tierra ajena
en la que el brillo del sol resultaba angustioso y todo era diferente y extraño. Y lo peor
de todo, la desgarraba el sentimiento de culpa por haber abandonado a sus dos hijos.
Pero no había tenido opción, había tenido que irse. Su hijo, con apenas una
semana de edad, había contraído una fiebre horrible que se apoderaba de él,
sacudiéndolo con violentos temblores a la vez que lo consumía. Incluso ahora, tanto
tiempo después, Sarah oía el interminable llanto y recordaba la indefensión en que se
sentían ella y su esposo. Habían implorado al doctor que les diera algún medicamento,
pero él les explicaba que en su negro maletín no tenía nada que darles. Ella se había
puesto como loca, pero el doctor se había limitado a negar con la cabeza en un gesto
adusto y a evitar su mirada. Sarah sabía perfectamente lo que significaba aquel gesto
que el médico hacía con la cabeza. Sabía la verdad: en la Colonia, medicinas tales
como los antibióticos escaseaban siempre. Las pocas de las que disponían eran para
uso exclusivo de las clases dominantes: los styx, y puede que un grupo muy selecto de
la élite dentro de la Junta de Gobernadores.
Había otra alternativa: ella había sugerido comprar penicilina en el mercado negro,
y quería pedirle a su hermano Tam que le consiguiera un poco. Pero el marido de
Sarah fue categórico: «No puedo aprobar esas pr ácticas», fueron las palabras que
pronunció dirigiendo una sombría mirada al niño, que se debilitaba a cada hora que
transcurría. Después había mascullado comentarios sobre la posición que ostentaba en
el seno de la comunidad y la obligación que tenía de respetar y hacer respetar sus
valores. A Sarah todo eso le importaba un comino: sólo quería que su bebé se
volviera a poner bien.
Pero no podía hacer nada para lograrlo aparte de limpiarle continuamente la carita,
que se había vuelto de un color rojo encendido, en un intento de bajarle la
temperatura. Eso y rezar. Durante las veinticuatro horas siguientes el niño lloró casi en
silencio, dando patéticas boqueadas, como si no pudiera respirar de otro modo. No
servía de nada tratar de alimentarlo, porque el pequeño no hacía ningún esfuerzo por
sacar la leche. El bebé se le iba y no había nada, absolutamente nada, que pudiera