conducirlo al llegar a la Estación de los Mineros, Cal y Will eran polizones, y con toda
probabilidad habrían puesto un precio a sus cabezas. De ningún modo podían permitir
que los descubrieran.
Los chicos se intercambiaron nerviosas miradas, y a continuación Cal se alzó un
poco más en la pared del vagón. —No veo nada —dijo.
—Lo intentaré por aquí —sugirió Will, y desplazándose con las manos, se dirigió
hacia el rincón del vagón para poder ver mejor. Aguzó la vista mirando hacia el lateral
del tren, pero entre el humo y la oscuridad no pudo distinguir nada. Se volvió al lugar
en que estaban colgados los otros dos.
—¿Crees que estarán haciendo un registro? —preguntó a Cal, que se limitó a
encogerse de hombros y a mirar hacia atrás con nerviosismo.
—¡Dios mío, esto es sofocante! —susurró Chester, resoplando. Y tenía razón: sin
la brisa del movimiento, el calor resultaba casi insoportable.
—Sí, pero ahora ése es el menor de nuestros problemas —murmuró Will.
Entonces la locomotora volvió a trepidar, y después de una serie de empellones
volvió a ponerse en marcha. Los muchachos siguieron donde estaban, obstinadamente
colgados de la alta pared del vagón, y enseguida quedaron inmersos en el estruendoso
tumulto de ruido y humo cuajado de hollín.
Cuando comprendieron que no tenía objeto seguir en aquella posición, se dejaron
caer de un salto y regresaron a su escondite, aunque siguieron vigilando desde lo alto
de las cajas. Fue Will quien comprendió el motivo de la parada.
—¡Ahí! —gritó, señalando algo mientras el tren reemprendía la marcha. Había dos
enormes puertas de hierro abiertas incrustadas en las paredes del túnel. Los tres se
levantaron para ver.
—¡Compuertas de tormenta! —le gritó Cal—. Las cerrarán en cuanto pasemos. Ya
lo verás.
Antes de que hubiera terminado de decirlo, los frenos chirriaron otra vez y el tren
empezó a aminorar la marcha. Volvió a detenerse con otra sacudida que derribó al
suelo a los tres muchachos. Hubo una pausa y después volvieron a oír el ruido
metálico, esta vez detrás de ellos. El ruido culminó en un estruendoso golpe, que les
hizo rechinar los dientes y que hizo temblar el túnel, como si hubiera sido una
explosión.
—¿No os lo dije? —presumió Cal durante el rato de silencio—. Son compuertas
de tormenta.