puño y letra de su hermano. Aquella letra algo infantil le resultaba desconocida.
Siempre era Tam quien escribía. Su premonición había acertado: comprendió de
inmediato que había algún problema. Le dio la vuelta al papel para buscar un nombre
al final de la carta. «Joe Waites», pronunció en voz alta, sintiéndose cada vez más
inquieta. Eso no presagiaba nada bueno. En ocasiones, Joe actuaba de correo, pero el
mensaje lo escribía Tam.
Temerosa, se mordió el labio y empezó a leer, recorriendo velozmente con la vista
las primeras líneas.
—¡No, Dios mío! —soltó con la voz ahogada, negando con la cabeza.
Volvió a leer la primera cara de la carta, incapaz de aceptar lo que ponía,
diciéndose que debía haberlo entendido mal, o que tenía que haber un error por
alguna parte. Pero era clara como la luz del día, y las frases, formadas de manera muy
simple, no dejaban lugar a la confusión. No tenía tampoco razón alguna para dudar de
lo que decía: aquellos mensajes eran lo único en que confiaba, el elemento
permanente en su vida nómada y sin descanso. Le daban un motivo para seguir.
—No, Tam no… Tam no… —gemía.
Como si hubiera recibido un golpe físico, cayó sobre la repisa de piedra y se
apoyó en ella con todo su peso para sostenerse.
Aspiró hondo, temblando, y se obligó a dar la vuelta a la hoja y leer el resto,
mientras con la cabeza negaba enérgicamente y murmuraba:
—No, no, no… No puede ser…
Como si la primera cara no fuera lo bastante terrible, lo que había en el reverso era
sencillamente más de lo que era capaz de asimilar. Con un grito, se apartó de la repisa
y se dirigió al centro de la cámara. Balanceándose y rodeándose con los brazos, alzó la
cabeza y miró al techo sin ver.
De repente, sintió la necesidad de salir. Atravesó la salida a toda prisa, frenética.
Dejó el puente tras ella, sin detenerse. Mientras avanzaba ciegamente por un lado del
arroyo, se iba haciendo de noche y la lluvia seguía cayendo en forma de una
persistente llovizna. Sin saber adónde la conducían sus pasos ni preocuparse de ello,
corrió por la hierba empapada, resbalándose.
No había llegado muy lejos cuando tropezó y cayó de bruces en el centro del
arroyo, salpicando agua por todas partes. Se puso de rodillas. La cristalina agua la
abrazaba por la cintura, pero su pena era tan devastadora que no notó el contacto
helado. La cabeza le daba vueltas sobre los hombros, como poseída por el más intenso