nudo que rápidamente deshizo con sus fríos dedos. Sacó de dentro el trozo de papel
cuidadosamente doblado y se lo acercó a la nariz para olerlo. Olía a viejo y húmedo.
Podía asegurar que el mensaje llevaba allí varios meses.
Aunque no siempre había algo esperándola cada vez que iba por allí, se reprochó
severamente no haber acudido antes. Pero raras veces se permitía consultar aquel
«buzón» secreto en intervalos menores de seis meses, porque tal actividad resultaba
peligrosa para todos los implicados. Aquéllas eran las únicas ocasiones en que entraba
en contacto indirecto con alguien perteneciente a su vida anterior. Siempre había un
riesgo, por pequeño que fuera, de que el correo fuera seguido al salir de la Colonia
para salir a la superficie en Highfield. Tampoco podía ignorar la posibilidad de que lo
hubieran descubierto en el viaje desde el mismo Londres. No se podía estar seguro de
nada. El enemigo era paciente, absolutamente paciente y calculador, y Sarah sabía que
nunca cejarían en sus esfuerzos por capturarla y matarla. Tenía que vencerlos con sus
propias armas.
Consultó el reloj. Siempre cambiaba su ruta hacia y desde el puente, y no le
quedaba mucho tiempo para la caminata a través del campo hasta el pueblo en que
tenía que coger el autobús para volver a casa.
Hubiera debido ponerse en camino, pero el ansia de recibir noticias sobre su
familia era demasiado fuerte. Aquel papel era la única conexión que tenía con su
madre, su hermano y sus dos hijos: para ella era como una cuerda de salvación.
Necesitaba saber qué decía. Volvió a oler la carta.
Aparte de esa necesidad que sentía de enterarse de cualquier cosa sobre ellos,
había algo más que la empujaba a quebrantar el procedimiento cuidadosamente
diseñado que seguía de manera infalible cada vez que se acercaba al puente.
Era como si el papel desprendiera un olor distinto y poco grato, un olor que
dominaba entre la mezcolanza de olores a moho de la fría y húmeda cámara. Era
fuerte y desagradable: era el olor de las malas noticias. Hasta entonces sus
premoniciones habían acertado y le habían sido útiles, y no estaba dispuesta a empezar
a ignorarlas.
Con creciente aprensión, miró fijamente la luz de la esfera más próxima, jugando
con el papel entre los dedos mientras resistía el impulso de leerlo. Después,
consternada por su propia debilidad, hizo una mueca y desdobló el papel. De pie ante
la repisa de piedra, examinó la carta bajo la verdosa iluminación.
Frunció el ceño. La primera sorpresa fue ver que el mensaje no estaba escrito de