pasara mucho tiempo, vio una alambrada oxidada, y a continuación la senda agrícola
que sabía que iba por el otro lado.
Entonces vio lo que había estado buscando. En el punto en que la senda agrícola
cruzaba el arroyo, había un rudimentario puente de piedra, cuyos bordes, erosionados,
reclamaban a gritos una reparación. El camino que ella llevaba, a la vera del arroyo, la
llevaba derecha allí, y en su impaciencia por llegar, echó a correr hacia aquel punto.
Alcanzó su destino pocos minutos después.
Agachándose bajo el puente, se detuvo para liberar su pelo del pañuelo y secarse
la humedad de los ojos. Después cruzó al otro lado, donde se quedó completamente
inmóvil, escudriñando el horizonte. Se acercaba la noche, y el destello rosáceo de las
luces recién encendidas comenzaba a filtrarse por la pantalla de robles que ocultaba
completamente el distante pueblo, salvo la punta de la aguja de la iglesia.
Regresó hasta un punto situado en la mitad de la parte inferior del puente y se
agachó cuando se le enganchó el pelo en la áspera piedra que tenía por encima de la
cabeza. Localizó un bloque irregular de granito que sobresalía ligeramente de la
superficie. Con ambas manos, comenzó a extraerlo moviéndolo a izquierda y derecha,
y después arriba y abajo, hasta que salió completamente. Tenía el tamaño y el peso de
varios ladrillos de obra, y el esfuerzo le arrancó un gruñido al agacharse para dejarlo
en el suelo, a sus pies.
Se irguió, miró en el hueco y metió el brazo hasta el hombro para tentar el interior.
Tuvo que apretar la cara contra el muro de piedra, y encontró entonces una cadena de
la que intentó tirar. Estaba atascada. Por mucho que lo intentara, no conseguía
moverla. Lanzó una imprecación y, aspirando fuerte, se colocó lo mejor que pudo
para volver a intentarlo. Esta vez la cadena cedió.
Nada sucedió durante un rato, mientras seguía tirando con la mano de la cadena.
Después oyó un sonido, como un trueno que estallara en las mismas profundidades
del puente.
Ante ella se abrieron, escupiendo polvo de argamasa y de líquenes secos, unas
junturas hasta ese momento invisibles. Toda una sección del muro retrocedió para
elevarse después, dejando abierto un agujero irregular del tamaño de una puerta. Todo
terminó con un ruido sordo que hizo temblar la totalidad del puente, y volvió a
hacerse un silencio en que sólo se oía el murmullo del arroyo y el golpeteo de las
gotas de lluvia al caer.
Penetrando en el oscuro interior, sacó de un bolsillo una linternita de llavero y la