Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
de la pared se rizaban suavemente como zarcillos de algas que se adhieren al fondo del océano para resistir las poderosas corrientes. Will levantó un poco la cabeza, buscando algo a lo lejos con la vista y finalmente distinguió el borde de una señal esmaltada. El padre siguió la mirada del hijo hasta que los dos rayos de luz enfocaron el nombre:
—¡ Highfield & Crossly North! ¡ Es esto, Will! ¡ Lo hemos encontrado!— Su voz emocionada retumbó en los confines húmedos y fríos de la estación de metro abandonada. Notaron en el rostro una leve corriente que recorría el andén y las vías, y que parecía provocada por algo que hubiera despertado aterrorizado ante la intrusión en aquella catacumba cerrada y olvidada durante tantos años.
Will pateó con fuerza los tablones que había en la base de la abertura, que desprendieron una lluvia de astillas y trozos de madera podrida, hasta que de repente las tablas cedieron. Pasó como pudo por el hueco, sin soltar la pala. Su padre lo siguió inmediatamente, y los pies de ambos hicieron crujir la sólida superficie del andén. Sus pasos retumbaban, y las lamparillas de sus cascos les iban abriendo un camino de luz en medio de la oscuridad.
Del techo colgaban montones de telarañas, y el doctor Burrows tuvo que soplar para quitarse una que le había cubierto la cara. Al mover la cabeza, el frontal de su casco iluminó a su hijo, que ofrecía una extraña estampa con la mata de pelo blanco, como paja decolorada por el sol, que sobresalía por debajo del casco lleno de abolladuras. Cuando parpadeaba en la oscuridad, el entusiasmo se reflejaba en el azul claro de sus ojos. La ropa de Will tenía el mismo color y textura que la arcilla. De cuello para abajo estaba tan lleno de barro que daba la impresión de que se trataba de una escultura a la que por un milagro se le hubiera infundido vida.
Su padre, el doctor Burrows, era un hombre delgado, del que no se podía decir que fuera ni alto ni bajo. Tenía la cara redonda, con unos penetrantes ojos castaños cuya mirada hacían más intensa aún los gruesos vidrios de sus gafas con montura dorada.
—¡ Mira, Will, mira eso!— dijo iluminando con la lamparilla una señal que se encontraba encima de la abertura por la que acababan de pasar.
« SALIDA », se leía en grandes letras de color negro. Encendieron las linternas de mano, y sus haces de luz, combinados con los menos potentes de las lámparas de los cascos, atravesaron la oscuridad revelando la longitud total del andén. Colgaban raíces del techo, y las paredes estaban cubiertas de vegetación y había manchas verticales de cal sedimentada bajo las grietas por las que se había filtrado la humedad. Desde algún lugar distante, se oía correr agua.
— Menudo descubrimiento, ¿ no te parece?— dijo su padre como felicitándose a sí mismo—. Piensa que nadie ha puesto los pies aquí abajo desde que se construyó en 1895 la nueva línea de Highfield.
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