Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Habían llegado al final del andén, y el doctor Burrows enfocaba en aquel
momento la linterna hacia la boca del túnel del tren, que tenía al lado. Estaba tapada
por un montón de escombros y tierra.
—Estará igual al otro lado... Sellarían ambas bocas —dijo.
Mientras caminaban por el andén, mirando los muros, podían distinguir azulejos
de color crema agrietados. Cada tres metros aproximadamente había una lámpara de
gas, y algunas conservaban incluso las pantallas de cristal.
—¡Papá, papá, mira aquí! —gritó Will—. ¿Has visto estos carteles? Aún se pueden
leer. Parece que éste anuncia terrenos o algo así... Este otro está bien: «El Circo
Wilkinson... instalado en los prados comunales... 10 de febrero de 1895». Y hay una
foto —dijo sin aliento a su padre, que se había acercado a él. El cartel había quedado
a salvo del agua, y podían distinguirse los colores crudos de la lona roja, y enfrente
de ella, de pie, un hombre de azul y con sombrero de copa—. ¡Y mira éste! —añadió
Will—. «¿Demasiado gordo? ¡Ya no, con las píldoras de la esbeltez del doctor
Gordon!» —El grueso trazo del dibujo mostraba a un hombre corpulento, con barba,
que sostenía un pequeño tarro.
Siguieron caminando, bordeando una montaña de escombros que se derramaba
por el andén desde uno de los corredores.
—Por ahí seguro que se pasaba al otro andén —le explicó el doctor Burrows a su
hijo.
Se pararon a contemplar un banco de hierro fundido de estilo recargado.
—Nos quedaría bien en el jardín. Bastaría con lijarlo un poco y darle unas manos
de pintura —murmuró el doctor mientras la linterna de Will alumbraba una puerta
de madera oscura oculta en las sombras.
—Papá, ¿no había en tu plano una oficina o algo parecido? —preguntó, mirando la
puerta.
—¿Una oficina? —repitió su padre buscando en los bolsillos hasta encontrar el
papel que buscaba—. Déjame que eche un vistazo.
Will no esperó y empujó la puerta, que estaba atrancada. Olvidándose del plano,
el doctor Burrows acudió en ayuda de su hijo, y trataron entre los dos de abrir la
puerta empujando. Se combaba mucho, pero cedió bruscamente al tercer intento. Los
dos cayeron al suelo, en el interior de la oficina, cubiertos por un montón de barro
que les había caído encima de la cabeza y los hombros. Tosiendo, frotándose los ojos
para quitarse el polvo, se abrieron camino entre cortinas de telarañas.
—¡Vaya! —exclamó Will en voz baja. En el centro de la pequeña oficina, podían
distinguir un escritorio y una silla cubiertos de polvo. Con cuidado, el chico pasó por
detrás de la silla y con la mano enguantada retiró la capa de telarañas de la pared
para dejar al descubierto un plano grande y descolorido de la red del metro.
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