Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
— Debía de ser el despacho del jefe de estación— comentó su padre, limpiando con el brazo el polvo de una parte del escritorio en la que había un papel secante y, sobre él, una mugrienta taza de té en su plato. Junto a ella, un pequeño objeto, descolorido por el tiempo, manchaba de verde la superficie del escritorio:
—¡ Fascinante! Es un telégrafo de estación de exquisita factura... Yo diría que es de bronce.
Dos de las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de cajas de cartón muy deterioradas. Will eligió una caja al azar y se apresuró a dejarla sobre el escritorio temiendo que se le deshiciera en las manos. Levantó la deformada tapa y observó maravillado los fajos de billetes de tren viejos. Sacó uno de los fajos, pero la banda de goma se deshizo y los billetes se esparcieron por el escritorio.
— Están en blanco, aún no los habían impreso— comentó el doctor Burrows.
— Tienes razón— confirmó Will, sin dejar de sorprenderse por lo que sabía su padre mientras examinaba uno de los billetes.
Pero su padre no escuchaba. Estaba arrodillado, tirando de un objeto pesado que se hallaba en un estante inferior, envuelto en una tela podrida que se rompía al tocarla.
— Y aquí...— anunció el doctor Burrows, mientras Will se volvía a mirar el bulto, que parecía una vieja máquina de escribir con una larga palanca a un lado— tenemos un buen ejemplo de una antigua máquina de imprimir billetes. Un poco herrumbrosa, pero se puede limpiar.
—¿ Para llevarla a un museo?
— No, para ponerla en mi colección— contestó su padre. Después de dudar un poco, su rostro adquirió una expresión de seriedad—. Mira, Will, no le vamos a decir nada a nadie sobre esto, ¿ entendido?
- ¿ Qué?
Will se volvió, frunciendo ligeramente el ceño. Ninguno de los dos iba por ahí pregonando el hecho de que dedicaran su tiempo libre a aquellos sofisticados trabajos subterráneos y, por otro lado, tampoco a nadie le interesaría de verdad. Su pasión común por descubrir cosas enterradas era algo que no compartían con nadie más, algo que los aproximaba el uno al otro, un lazo que los unía.
Estaban de pie en la oficina. Las lamparillas de los cascos les iluminaban los rostros. Como su hijo permanecía en silencio, el doctor Burrows lo miró fijamente, y prosiguió:
— No te tengo que recordar lo que ocurrió el año pasado con la villa romana, ¿ verdad? Apareció aquel eminente profesor, se apropió de la excavación y se llevó toda la gloria. Yo fui quien descubrió ese sitio, ¿ y qué obtuve a cambio? Un diminuto reconocimiento sepultado en su triste ponencia.
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