Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
11
Chester estaba apoltronado en una de las dos desvencijadas butacas del túnel de
los Cuarenta Hoyos. Con las yemas de los dedos formó otra bolita de arcilla y la
añadió al montón que tenía en la mesa, a su lado. Sin mucho interés, empezó a
ensayar puntería tirándolas, una tras otra, al cuello de una botella de plástico vacía
que había situado en precario equilibrio en el borde de una carretilla cercana.
Will se estaba retrasando mucho, y mientras Chester lanzaba las bolitas se
preguntaba qué sería lo que lo había entretenido. De por sí, este retraso no era
motivo de preocupación, pero es que se moría de impaciencia por explicarle a su
amigo lo que había descubierto al llegar a la excavación.
Cuando por fin apareció Will, lo hizo bajando a paso de tortuga por la rampa de la
entrada del túnel, con la pala al hombro y la cabeza gacha.
—Hola, Will —le saludó Chester con alegría, tirando a la orgullosa botella el
puñado de bolas que le quedaban, todas a la vez.
Pero como era de suponer, todas erraron el blanco, y Chester se mostró
decepcionado antes de volverse hacia su amigo en espera de respuesta. Pero Will
sólo emitió un gruñido, y cuando levantó la vista, a Chester le sorprendió la tristeza
que había en sus ojos.
Había notado los dos últimos días que a Will le pasaba algo raro. En el colegio lo
había estado evitando; y en las pocas ocasiones en las que habían hablado se había
mostrado poco comunicativo.
Se hizo un incómodo silencio en la sala hasta que Chester, incapaz de soportarlo
más, soltó:
—Hay un obstáculo...
—Mi padre no está —lo cortó Will.
-¿Qué?
—Se encerró en el sótano, pero ahora pensamos que se ha ido.
De repente Chester comprendió con claridad por qué su amigo se había
comportado de manera tan rara los últimos días. Abrió la boca y volvió a cerrarla,
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