Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
metido en un oscuro recoveco, un viejo armario con la luna rota. Abrió una de las
puertas y se quedó de piedra.
Aspiró varias veces, reconociendo el mismo olor a moho que había percibido al
tropezar con el hombre de sombrero y más recientemente en el agujero de la casa de
Penny Hanson. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, pudo distinguir dentro
del armario varios sobretodos de un color que parecía negro, y un surtido de viseras
y otro tipo de sombreros apilados en un compartimento, a un lado.
Resultaba curioso que al tacto las cosas del interior del armario no estuvieran
cubiertas de polvo como todo lo demás que había alrededor. Además, cuando lo
separó de la pared para comprobar que no había nada detrás, vio que se hallaba en
sorprendente buen estado. Al no ver nada detrás, volvió a fijarse en el interior.
Descubrió un pequeño cajón bajo el compartimento de los sombreros. Lo abrió:
contenía cinco o seis gafas. Cogió unas y descolgó un sobretodo de la percha. Luego
volvió al jardín.
—¡Señora Tantrumi! —llamó desde el fondo de la escalera. Ella se acercó a la
puerta de la cocina balanceándose como un pato—. ¿Sabe que hay cosas dentro del
armario?
—¿De verdad?
—Sí. Sobretodos y gafas de sol. ¿Son de usted?
—No, yo ahí no bajo nunca. El suelo está en muy mal estado. ¿Quiere subirlas
para que pueda verlas?
Subió con las gafas y el sobretodo hasta la puerta de la cocina, y ella alargó la
mano y pasó los dedos por el material de la prenda como si acariciara la cabeza de un
gato desconocido. Con su tacto duro, como de cera, el sobretodo le resultó extraño. El
corte era antiguo, e incluía una esclavina hecha de un material más recio, una especie
de capa muy corta, que cubría los hombros y la parte superior de la espalda.
—No creo que lo haya visto nunca. Lo dejaría allí mi marido, que en paz descanse
—dijo con desdén, y regresó a la cocina.
El doctor Burrows examinó las gafas de sol. Consistían en dos piezas de cristal
grueso, casi opaco, completamente plano, parecido al de las gafas de soldador, con
unos curiosos resortes en cada patilla que tenían la evidente finalidad de mantenerlas
bien sujetas a la cabeza, aunque ésta fuera demasiado pequeña. Estaba
desconcertado: ¿qué motivo podían tener aquellas extrañas personas para guardar
sus pertenencias dentro de un armario olvidado en aquel sótano vacío?
—¿Suele venir alguien por aquí, señora Tantrumi? —le preguntó mientras ella
empezaba a servir el té con mano muy temblorosa, pegando la tetera al borde de la
taza y golpeteando contra ella con tal fuerza que el doctor Burrows temió que la
sacara del plato.
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