Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
—Disculpe, qué maleducada, no me he presentado. Me llamo Penny Hanson. Creo
que nos hemos visto alguna vez.
Enfatizó con orgullo su nuevo apellido, tomado de su esposo. Siguió un instante
de embarazo en el que Burrows se quedó tan desconcertado por el comentario de la
mujer que ella se puso colorada y se apresuró a murmurar algo sobre el té.
Indiferente a su azoramiento, él empezó a inspeccionar la cocina. La habían vaciado y
habían quitado la capa de yeso para dejar los ladrillos a la vista, y habían instalado
un fregadero nuevo con módulos de armario de cocina a medio terminar a lo largo
de una de las paredes.
—Nos pareció buena idea suprimir la chimenea y ganar espacio para poner una
barra para desayunar —dijo Penny señalando la pared de enfrente, la que tenía los
armarios nuevos—. El arquitecto nos dijo que sólo necesitábamos un soporte en el
techo. —Señaló un agujero enorme en el que se podía ver que habían metido una
nueva viga de metal—. Pero cuando los albañiles estaban tirando el enladrillado, la
pared se derrumbó y encontraron esto. He llamado al arquitecto, pero no ha venido
todavía.
Un montón de ladrillos manchados de hollín indicaba dónde había estado el muro
de detrás de la chimenea. Al abrirse, el muro había dejado al descubierto un espacio,
semejante a las cámaras secretas que había en algunos palacios para ocultar a los
curas católicos en tiempos de Isabel I.
«Qué cosa tan extraña. ¿Un segundo tiro?», pensó Burrows, y casi de inmediato
pronunció una serie de noes mientras negaba con la cabeza. Se acercó y miró hacia
abajo. En el suelo había un respiradero de medio metro de ancho por uno de largo.
Pisando los ladrillos sueltos, se puso en cuclillas al borde de la abertura y se
asomó.
—Ah... ¿tenéis una linterna a mano? —preguntó. Penny fue a buscar una. El
doctor Burrows la cogió y la encendió apuntando hacia abajo por la abertura—.
Revestimiento de ladrillo de comienzos del siglo diecinueve, me atrevería a decir.
Parece que es de la misma época que la casa —murmuró para sí, mientras
Higochumbo y su hija lo miraban con expectación—. Pero ¿para qué demonios lo
hicieron? —añadió. Lo más extraño era que, al inclinarse más para mirar hacia abajo,
no podía ver el fondo—. ¿Habéis averiguado la profundidad que tiene? —preguntó a
Penny, enderezándose.
—¿Con qué? —se limitó a preguntar la mujer.
—¿Puedo coger esto? —Sujetó medio ladrillo roto de la pila de escombros de la
chimenea. Ella asintió con la cabeza, y él volvió al agujero y se dispuso a dejarlo caer
dentro—. Ahora escuchad —les dijo al soltarlo por el respiradero. Lo oyeron golpear
contra las paredes al caer, con un ruido que se fue haciendo más sutil hasta que al
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