Tuneles Roderick Gordon 1 Túneles | Page 40

Roderick Gordon - Brian Williams Túneles Chester seguía pasmado. —Es sólo que... pensaba que si no estamos buscando nada en particular, ¿por qué no cavamos en el otro ramal? Will volvió a negar con la cabeza, pero no ofreció más explicación. —Pero sería mucho más fácil —dijo Chester, cuya voz adquiría una nota de exasperación, como si supiera que no iba a obtener de su amigo ninguna respuesta sensata—. ¿Por qué no? —Un presentimiento —respondió Will con sequedad, y empezó a andar antes de que Chester dijera algo más. Se limitó a encogerse de hombros con el pico en la mano. —Está loco. Y yo tengo que estarlo también, de remate. ¿Qué demonios hago aquí? —musitó Chester—. Podía estar en casita, justo ahora, con la PlayStation, calentito y seco. —Se miró la ropa empapada y llena de barro—. ¡Loco de remate! —repitió varias veces. Para el doctor Burrows, el día había sido igual que casi todos. Estaba repantigado en la silla de dentista con un periódico doblado sobre el regazo, a punto de echarse la siesta de la tarde, cuando se abrió de golpe la puerta del museo. Joe Carruthers, antiguo comandante del ejército de Su Graciosa Majestad, entró con paso decidido y buscó por la sala hasta encontrar al arqueólogo amodorrado y con la cabeza reclinada en la silla. —¡Toque de diana, Burrows! —gritó, disfrutando la manera en que respondía el conservador del museo, levantando la cabeza como impelido por un resorte. Veterano de la Segunda Guerra Mundial, Joe Carruthers no había abandonado su brusquedad ni sus modales militares. El doctor Burrows le había puesto el apodo poco amable de «Joe Higochumbo» por su llamativa nariz, roja y protuberante, que tal vez fuera resultado de una herida de guerra o, como suponía Burrows, del excesivo consumo de ginebra. Tenía unos bríos sorprendentes para una persona de setenta y tantos años, y la costumbre de gritar. En aquellos momentos, era la última persona a la que el doctor deseaba ver. —A galope, Burrows. Nece sito que vengas en misión de reconocimiento, si puedes salir un segundo. Por supuesto que puedes, ya veo que no te agobia el trabajo aquí, ¿eh? —No, lo siento, Carruthers, no puedo dejar el museo sin nadie. Al fin y al cabo, estoy de servicio —respondió con desgana, abandonando a la fuerza su idea de echar una cabezada. Joe Carruthers siguió hablándole a gritos desde el otro extremo de la sala: 40