Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Chester seguía pasmado.
—Es sólo que... pensaba que si no estamos buscando nada en particular, ¿por qué
no cavamos en el otro ramal?
Will volvió a negar con la cabeza, pero no ofreció más explicación.
—Pero sería mucho más fácil —dijo Chester, cuya voz adquiría una nota de
exasperación, como si supiera que no iba a obtener de su amigo ninguna respuesta
sensata—. ¿Por qué no?
—Un presentimiento —respondió Will con sequedad, y empezó a andar antes de
que Chester dijera algo más. Se limitó a encogerse de hombros con el pico en la
mano.
—Está loco. Y yo tengo que estarlo también, de remate. ¿Qué demonios hago aquí?
—musitó Chester—. Podía estar en casita, justo ahora, con la PlayStation, calentito y
seco. —Se miró la ropa empapada y llena de barro—. ¡Loco de remate! —repitió
varias veces.
Para el doctor Burrows, el día había sido igual que casi todos. Estaba repantigado
en la silla de dentista con un periódico doblado sobre el regazo, a punto de echarse la
siesta de la tarde, cuando se abrió de golpe la puerta del museo. Joe Carruthers,
antiguo comandante del ejército de Su Graciosa Majestad, entró con paso decidido y
buscó por la sala hasta encontrar al arqueólogo amodorrado y con la cabeza reclinada
en la silla.
—¡Toque de diana, Burrows! —gritó, disfrutando la manera en que respondía el
conservador del museo, levantando la cabeza como impelido por un resorte.
Veterano de la Segunda Guerra Mundial, Joe Carruthers no había abandonado su
brusquedad ni sus modales militares. El doctor Burrows le había puesto el apodo
poco amable de «Joe Higochumbo» por su llamativa nariz, roja y protuberante, que
tal vez fuera resultado de una herida de guerra o, como suponía Burrows, del
excesivo consumo de ginebra. Tenía unos bríos sorprendentes para una persona de
setenta y tantos años, y la costumbre de gritar. En aquellos momentos, era la última
persona a la que el doctor deseaba ver.
—A galope, Burrows. Nece sito que vengas en misión de reconocimiento, si puedes
salir un segundo. Por supuesto que puedes, ya veo que no te agobia el trabajo aquí,
¿eh?
—No, lo siento, Carruthers, no puedo dejar el museo sin nadie. Al fin y al cabo,
estoy de servicio —respondió con desgana, abandonando a la fuerza su idea de echar
una cabezada.
Joe Carruthers siguió hablándole a gritos desde el otro extremo de la sala:
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