Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Will observó el paquete y, sin hacer ningún comentario, se lo devolvió.
—¿Cómo va la excavación? —preguntó la hermana, mientras el microondas hacía
«¡tin!»
—Regular. Nos hemos encontrado una capa de piedra arenisca.
—¿Nos? —Rebecca le dirigió una mirada de extrañeza mientras sacaba el plato del
microondas—. Has dicho «nos», Will. ¿Papá no estará excavando contigo durante las
horas de trabajo, verdad?
—No, el que me echa una mano es Chester, un compañero de clase.
Rebecca acababa de colocar un segundo plato en el microondas, y casi se pilla los
dedos al cerrarlo:
—¿De verdad le pediste a alguien que te ayudara? Bueno, eso es un comienzo.
Creí que no le confiabas tus proyectos a nadie.
—Normalmente no lo hago, pero Chester es un tío majo —replicó Will, algo
sorprendido por el interés de su hermana—. Ha sido de mucha ayuda.
—Creo que no sé mucho sobre él, salvo que lo llaman...
—Sé cómo lo llaman —la cortó Will en seco.
Rebecca tenía doce años, dos menos que Will, y no podía haber salido más
diferente a él. Era delgada y apuntaba ya formas femeninas, en contraste con su
hermano, que era bajo y fornido. Con su pelo moreno y su piel aceitunada, no tenía
nada que temer del sol, ni siquiera en lo peor del verano, en tanto que la piel de Will
podía enrojecer y quemarse en pocos minutos.
Siendo tan diferentes, no sólo en apariencia sino también en temperamento, su
convivencia tenía algo de frágil tregua, y cada uno mostraba por las actividades del
otro un interés muy escaso.
La familia no salía de excursión como la mayoría porque también los padres
tenían gustos completamente diferentes. Will se iba de expedición con su padre, casi
siempre a la costa sur, en especial a su lugar favorito, Lyme Regis, donde buscaban
fósiles rastreando la playa en busca de desprendimientos recientes. Rebecca, por su
parte, se organizaba sus propias salidas, que eran bastante regulares. A dónde iba y
qué hacía, eso Will ni lo sabía ni le importaba. Y en las raras ocasiones en que la
señora Burrows se aventuraba a salir de casa, simplemente recorría, con dificultad,
las tiendas del West End de Londres o iba al cine a ver los estrenos de la cartelera.
Esa noche, como la mayoría de las noches, los Burrows estuvieron sentados con la
cena en el regazo, contemplando una comedia de la década de 1970 que ya habían
repuesto muchas veces, pero con la cual el doctor Burrows disfrutaba bastante. Nadie
decía nada durante la cena, salvo la madre, que de vez en cuando murmuraba: «Bien,
eso está bien», frase que podía ser tanto un elogio de la comida de microondas como
del final de la vieja comedia, pero nadie se molestaba en preguntarle a qué se refería.
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