Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
nariz en los libros que guardaba en el sótano, que era su refugio. En él podía escapar
de la vida familiar perdiéndose en la añoranza de los templos griegos y de los
magníficos coliseos romanos.
—Ah, hola, Will —terminó respondiendo después de un rato, absorto como estaba
en la televisión. El muchacho dirigió entonces la mirada hacia donde estaba sentada
su madre, también hipnotizada por el programa.
—Hola, mamá —saludó, y se fue sin esperar respuesta.
La señora Burrows tenía los ojos pegados a un inesperado y peligroso giro que
acababan de tomar los acontecimientos en la sala de Urgencias.
—Hola —respondió por fin, aunque su hijo ya se había ido de la sala.
Los padres de Will se habían conocido en la universidad, cuando ella era una
vivaz estudiante de periodismo que se moría por hacer carrera en la televisión. Por
desgracia, con el tiempo la televisión había pasado a llenar su vida de una manera
completamente diferente. La veía con devoción casi fanática, y hacía malabarismos
con sus dos videograbadoras cada vez que coincidían a la misma hora dos de sus
programas favoritos, y tenía muchos.
De forma instantánea, solemos asociar una imagen a cada persona, una imagen
que se nos viene inmediatamente a la cabeza cuando pensamos en ella, y la de la
señora Burrows era sentada en su butaca favorita, con una fila de mandos a distancia
ordenadamente colocados sobre el brazo del sillón, los pies descansando en un
escabel, y casi tapada por las páginas de la programación de televisión arrancadas
del periódico. Allí se quedaba un día tras otro, una semana tras otra, entre los
montones de cintas de vídeo, y petrificada por la luz parpadeante de la pequeña
pantalla, moviendo de vez en cuando una pierna para que los demás supieran que
seguía viva.
La sala de estar, que era su dominio, estaba llena de muebles que habían visto días
mejores: un surtido de sillas diferentes de madera ponían en la sala notas de morado
y turquesa, un par de butacas desparejadas con fundas de color azul oscuro,
descoloridas y flojas, y un sofá con los brazos raídos, cosas que ella y el doctor
Burrows habían ido heredando con el paso de los años.
Como hacía cada noche, Will se fue a la cocina, o más exactamente al frigorífico.
Abrió la puerta mientras hablaba, pero sin mirar a la otra persona que estaba en la
cocina, pues no lo necesitaba para reconocer su presencia.
—Hola, hermanita. ¿Qué tenemos? Me muero de hambre.
—¡Ah, el regreso del hombre de barro! —respondió Rebecca—. Tenía la sensación
de que ibas a aparecer ahora. —Cerró de un golpe la puerta de la nevera para
impedir que su hermano mirara dentro y, antes de que él pudiera protestar, le puso
en las manos el envoltorio—: Pollo agridulce con arroz y verduras. Daban dos por
uno en el supermercado.
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