Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
lavado. No salía nunca a la calle sin sus oscuras gafas de sol, hiciera el tiempo que
hiciera, y su ropa era misteriosa y pasada de moda, como si la hubiera cogido del
guardarropía de un teatro. Dada su estrafalaria apariencia, los camareros suponían
que sería algún músico en paro, un actor a la espera de una llamada, o tal vez un
artista por descubrir, de los que había tantos por la zona.
Se apoyó contra la pared, suspirando de satisfacción al ver aparecer a una chica
delgada con cara agradable y un pañuelo de algodón estampado en la cabeza.
Llevaba una cesta de mimbre y pasaba de mesa en mesa ofreciendo ramitas de brezo
unidas por él tallo con un papel de plata. Parecía una escena sacada de la época
victoriana. Sonrió, pensando lo curioso y pintoresco que resultaba que aquellas
gitanas siguieran vendiendo una mercancía tan inocente cuando a su alrededor todo
eran anuncios publicitarios de las grandes compañías que promocionaban sin
descanso sus productos.
—Imago.
Oyó el nombre al mismo tiempo que pasaban una ráfaga de brisa y un coche
abollado que dobló la curva a lo loco, haciendo rechinar las ruedas. Se estremeció, y
observó con sumo recelo a un anciano que caminaba por la acera apoyado en su
bastón. Tenía las mejillas cubiertas de pelo rasposo de color gris, seguramente
porque aquella mañana se había olvidado de afeitarse.
Mientras pasaba la chica vendiendo el brezo de su cesta, Imago apartó la mirada
del viejo y volvió a observar a la gente de las mesas. No; lo único que pasaba era que
estaba un poco nervioso. Nadie lo había llamado. Se lo había imaginado.
Se acercó al regazo el cuenco de pescaditos y cogió otros pocos, ayudándolos a
bajar con un trago de cerveza. ¡Aquello sí que era vida! Sonrió y estiró las piernas.
Nadie vio que un espasmo lo echaba contra la pared, y luego caía del banco hacia
delante, con el rostro inmovilizado en una contorsión grotesca. Al caer al suelo, los
ojos se le quedaron en blanco y la boca se le abrió una sola vez antes de cerrarse para
siempre.
Tardó mucho en llegar la ambulancia. Para que no se cayera de la camilla, los dos
enfermeros prefirieron cargar ellos el rígido cuerpo, cogiéndolo uno por cada lado.
Una multitud de espectadores observaba con la boca abierta, murmurando algo entre
ellos mientras metían por la puerta trasera de la ambulancia el cadáver de Imago,
helado como una estatua en posición de sentado. Y no pudieron hacer nada para
arrancarle de la mano el cuenco de los pescaditos.
¡Pobre Reggie! Los camareros, a los que habitualmente no les preocupaba mucho
el bienestar de la clientela, quedaron realmente afectados por su muerte. En especial
cuando se cerró la cocina y varios de ellos perdieron el empleo. Se enteraron más
tarde de que habían identificado una extraña sustancia que contenía plomo en lo que
estaba comiendo. Era algo sumamente infrecuente: un pez envenenado entre un
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