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Roderick Gordon- Brian Williams Túneles

Epílogo

El sol calentaba con suavidad aquella hermosa mañana de Año Nuevo, tan templada y agradable que parecía de primavera. Sin el obstáculo de edificios altos, en el lienzo perfectamente azul del cielo sólo se veían las gaviotas que ascendían y descendían aprovechando las corrientes verticales de aire. Si no hubiera sido por la ocasional intrusión de los coches que hacían rechinar las ruedas al dar la curva de la calle que bordeaba el canal, uno se podría haber imaginado en algún lugar de la costa, tal vez en un tranquilo pueblecito de pescadores.
Pero se trataba de Londres, y dado que el buen tiempo invitaba a disfrutar, las mesas de madera a la puerta del pub empezaban a llenarse. Tres hombres de traje oscuro con rostros anémicos de oficinistas salieron por la puerta con aire arrogante y se sentaron con sus bebidas. Inclinándose sobre la mesa, cada uno intentaba beber más aprisa que los otros, mientras hablaban alto y se reían más alto aún, como cuervos peleándose. Junto a ellos había otro grupo muy diferente, estudiantes vestidos con vaqueros y camiseta desgastada, a los que apenas se oía. Se hablaban entre susurros mientras apuraban la cerveza y liaban de vez en cuando un cigarrillo.
Solo en su banco, a la sombra del pub, Reggie sorbía su pinta, la cuarta de aquel mediodía. Se notaba algo achispado, pero como no tenía planes para la tarde, había decidido permitírselo. Estaba comiendo pescaditos de un cuenco que tenía delante de él, y los masticaba con aire pensativo.
— Hola, Reggie— dijo una de las camareras que pasaba recogiendo los vasos vacíos y los sujetaba precariamente entre los brazos.
—¿ Qué tal...?— respondió dudando, porque no se le daba muy bien recordar los nombres de los camareros.
Ella le sonrió de manera agradable antes de empujar la puerta con la cadera y entrar en el pub. Durante años Reggie se había dejado caer por allí de vez en cuando, pero sólo últimamente se había convertido en un asiduo que pedía casi todos los días unos pescaditos o bacalao con patatas fritas.
Era un hombre tranquilo y reservado. Aparte de mostrarse muy generoso con las propinas, lo que le diferenciaba de los clientes normales y corrientes era su apariencia.
Tenía el pelo sorprendentemente blanco. A veces lo llevaba como uno de esos moteros entrados en años, recogido en una cola blanca que le caía por la espalda, pero otras veces se lo dejaba suelto, suave y alborotado como el de un caniche recién
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