Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
ligeramente, hasta que volvían a liberarse y a campar a sus anchas, brillando de
nuevo con toda su intensidad.
Entonces miró tras él y vio los restos de la caja de madera y la paja que habían
utilizado para el embalaje. Lo comprendió todo: había caído sobre una caja de esferas
de luz, que se había roto con el impacto. Estaba tan contento con su buena suerte que
tuvo ganas de lanzar gritos de alegría, pero en vez de eso cogió varios puñados de
esferas y se las metió en los bolsillos.
Se puso en pie, balanceando los brazos para mantener el equilibrio con el
movimiento del tren. Aunque el denso y apestoso humo lo envolvía completamente,
las esferas sueltas iluminaban el vagón de tal manera que podía verlo en detalle. Era
grande. Debía de tener casi treinta metros de largo y la mitad de ancho: mucho más
grande y sólido que ninguno que hubiera visto en la Superficie. Estaba hecho de
planchas de hierro toscamente soldadas. Los paneles laterales estaban abollados y
comidos por la herrumbre, y el techo, retorcido y roto, como si el vagón hubiera
soportado siglos de rudo trato.
Se dejó caer, y a gatas, con la arenilla del suelo del vagón que se le clavaba en las
rodillas y zarandeado por el movimiento del tren, fue en busca de Cal. Encontró
varias cajas más, hechas con el mismo tipo de tablitas de madera que aquella sobre la
cual había caído, y luego, cerca del final del vagón, vio la bota de su hermano sobre
otra fila de cajas.
—¡Cal, Cal! —gritó, arrastrándose desesperado hacia él. El chico estaba tendido en
medio de un montón de madera astillada, inmóvil. Demasiado inmóvil. Tenía la
chaqueta empapada en un líquido oscuro, y su rostro era irreconocible.
Temiendo lo peor, Will gritó más fuerte. No quiso empujarlo por si estaba
malherido, y pasó rápidamente por encima de las cajas que había a su lado. Con
pavor ante lo que podría encontrarse, acercó una esfera de luz a su cabeza. No tenía
buen aspecto. Tenía la cara y el pelo cubiertos de una pulpa roja.
Alargó la mano con cautela, y tocó aquella sustancia acuosa de color rojo de su
rostro. Había trozos de algo verde esparcidos a su alrededor, y unas pepitas pegadas
a la frente. Will acercó la mano y se la llevó a la boca. ¡Era sandía!
Junto a Cal había otra caja rota. Al empujarla para despejar el sitio, se cayeron
mandarinas, peras y manzanas. Evidentemente su hermano había tenido una caída
suave, sobre cajas de fruta.
—Gracias a Dios —repitió mientras lo agitaba suavemente por los hombros,
tratando de mover su cuerpo inerte. Pero su cabeza se movía de un lado a otro sin
ofrecer resistencia. Sin saber qué más hacer, le cogió la muñeca para tomarle el pulso.
—Déjame en paz, ¿quieres? —Cal retiró el brazo mientras abría los ojos
lentamente y lanzaba un lamento—. La cabeza me estalla —se quejó, frotándose la
frente con suavidad. Levantó el otro brazo, y miró con regocijo el plátano que tenía
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