Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Se sentía en el fondo de un pozo, en un remolino de ruidos y gritos y risas
malvadas que daban vueltas en torno a él. No podía soportarlo más. Tenía que hacer
algo. ¡Tenía que escapar!
Ciego de terror, intentó soltarse, retorciéndose para huir de sus guardianes. Pero
las enormes manos lo agarraron con mayor rudeza que antes, y los gritos y las risas
de la muchedumbre llegaron al paroxismo con aquel nuevo espectáculo. Exhausto y
comprendiendo que sus esfuerzos no servían de nada, gimió:
—No... no... no...
Una voz empalagosa le llegaba de tan cerca que le parecía que los labios que la
emitían le acariciaban la oreja:
—¡Vamos, Chester, ponte firme! ¿No querrás darles mala impresión a estas damas
y caballeros, no?
Reconoció al segundo agente. Tenía que estar disfrutando cada instante.
—¡Que te vean! —dijo otro—. ¡Que vean cómo eres!
Chester se sentía anonadado, incapaz de comprender.
«No puedo creerlo... no puedo creerlo...»
Por un momento, fue como si se hubieran detenido los gritos, silbidos y abucheos,
como si estuviera en el ojo de la tormenta, como si el tiempo mismo hubiera dejado
de existir. Entonces unas manos lo agarraron por las piernas y los tobillos, guiándole
para dar un paso.
«¿Y ahora qué?»
Lo tiraron sobre un banco y lo empujaron con fuerza contra el respaldo, dejándolo
sentado.
—¡Que se lo lleven! —bramó alguien. La multitud coreó, silbó, gritó extasiada.
El banco donde lo habían sentado dio un bandazo. Le pareció oír cascos de
caballos.
«¿Un carruaje? Sí.»
—¡No me obliguéis a ir! ¡No es justo! —imploró.
Empezó a hablar atropelladamente y sin sentido.
—¡Vas a recibir lo que mereces, muchacho! —dijo a su derecha una voz en tono
casi confidencial. Era de nuevo el segundo agente.
—Y todavía es demasiado bueno para ti —dijo a su izquierda otra voz que no
reconoció.
Temblaba sin poderlo evitar.
«¡Se acabó! ¡Dios mío, Dios mío, se acabó!»
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