Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
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—¡Por favor! —gimoteaba Chester dentro de la húmeda capucha, que se le pegaba
a la cara y al cuello sudorosos.
Tras sacarlo del calabozo y llevarlo a rastras por el pasillo lo habían conducido al
vestíbulo de la comisaría, donde le cubrieron la cabeza con una capucha y le ataron
las manos. Después lo habían dejado allí, sumido en la sofocante oscuridad,
acompañado de sonidos en sordina que venían de todas direcciones.
—¡Por favor! —gritaba desesperado.
—¡Cállate de una vez! —le soltó una voz brusca, tan sólo unos centímetros por
detrás de la oreja.
—¿Qué ocurre? —imploró.
—Vas a hacer un pequeño viaje, hijo mío, un pequeño viaje —le explicó esa misma
voz.
—¡Pero yo no he hecho nada! ¡Por favor!
Oyó botas que pisaban en un suelo de piedra mientras lo empujaban por detrás.
Perdió el equilibrio y cayó de rodillas, incapaz de volver a levantarse debido a que
tenía las manos atadas a la espalda.
—¡En pie!
Tiraron de él para que se incorporara. Permaneció entonces de pie, pero sin querer
se balanceaba porque tenía las piernas como de gelatina.
Sabía que aquel momento tenía que llegar, que sus días estaban contados; pero no
había tenido medio de averiguar cómo iba a ocurrir. Nadie hablaba con él en el
calabozo, y tampoco él hacía muchos esfuerzos por preguntar, del miedo que le daba
ganarse otro castigo del segundo agente o de cualquiera de sus compañeros. Por
tanto, pasaba el tiempo como un condenado que sólo puede hacer conjeturas sobre la
forma de su ejecución. Se había aferrado a cada precioso segundo que le quedaba,
intentando que no se le escapara, y muriéndose un poco por dentro con cada uno que
se escurría. Lo único que le consolaba levemente era la idea de tener por delante un
viaje en tren. Eso significaba que aún le quedaba algún tiempo. Pero ¿luego qué?
¿Cómo eran las Profundidades? ¿Qué le sucedería allí?
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