Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Fue como si Will despertara. Dio un grito e hizo volverse a Cal, sacándolo de su
aturdimiento. Entonces empezaron a correr, volviendo a internarse en la niebla. Sus
piernas se movían desesperadamente. Corrieron más y más, incapaces de saber
cuánto terreno recorrían por entre sudarios de niebla. Tras ellos oían el salvaje
ladrido del perro y los gritos de los styx.
Ninguno de los dos tenía ni idea de adonde se dirigían, porque lo único que les
preocupaba era poner tierra de por medio. No tenían tiempo de pensar: el pánico les
helaba el cerebro.
Entonces Will se acordó de los fuegos artificiales. Le gritó a Cal que siguiera
corriendo mientras él aminoraba la carrera para encender la mecha azul de un cohete
grande. Sin estar del todo seguro de si lo había encendido o no, lo apoyó a toda prisa
contra una piedra labrada, apuntando en dirección a sus perseguidores.
Corrió unos metros y volvió a pararse. Accionó la piedra del encendedor, pero
esta vez la llama se negó a salir. Echando pestes, lo intentó una y otra vez,
desesperado. Nada: sólo saltaban unas chispas. Lo agitó como les había visto hacer a
los Grises tan a menudo en el colegio, cuando encendían sus cigarrillos prohibidos.
Respiró hondo y volvió a girar la ruedecilla. ¡Sí! La llama era pequeña, pero
suficiente para prender la mecha del cohete, que era una batería de bombas que
estallaban en el aire. Pero ahora los gruñidos, los ladridos y las voces estaban muy
cerca. Se puso demasiado nervioso y el cohete terminó en el suelo.
—¡Will, Will! —oyó delante de él. Se dirigió en dirección de la llamada, pero le
enervaba que Cal hiciera tanto ruido, aunque sabía que si no fuera así no podría
encontrarlo. Will iba corriendo a toda máquina, cuando alcanzó a su hermano y casi
lo derriba al suelo. Corrían los dos como locos cuando oyeron estallar el primer
cohete. Silbó en todas direcciones y sus colores abrieron una multitud de heridas en
la niebla, antes de terminar con dos truenos ensordecedores.
—¡No te pares! —le pidió a Cal, que se había dado de cabeza contra un muro y
estaba un poco aturdido—. ¡Vamos, por aquí! —dijo tirando del brazo de su hermano
y sin dejarle pensar en su herida.
Los fuegos de artificio continuaron, estallando en bolas de luz en lo alto de la
caverna o trazando arcos poco elevados que iban a morir entre las calles de la ciudad.
Por un instante dibujaban el contorno de los edificios, convirtiéndolos en algo
parecido 4 la escenografía de un espectáculo de sombras chinescas. Cada uno de los
rayos iridiscentes culminaba en un estallido deslumbrante y un cañonazo,
retumbando una y otra vez en la ciudad como una tormenta de truenos.
De vez en cuando, Will se paraba a encender otro cohete, de la clase que fuera, y lo
colocaba en alguna pared de piedra o lo tiraba al suelo con la esperanza de confundir
a la patrulla sobre su situación. Los styx, si es que todavía los seguían, verían su
orientación mermada por el barullo de fuegos, y en cuanto al perro, esperaba que al
menos el olor del humo sirviera para hacerle perder el rastro.
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