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Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
— Vamos, Bart— le susurraba Cal a la oreja, arrodillado a su lado—, todo está bien.
A Bartleby se le había erizado el poco pelo que tenía. El chico logró que el gato se diera la vuelta y se fueron en dirección contraria, caminando con el máximo sigilo. Will iba detrás con los cohetes en la mano.
Siguieron la trayectoria de un muro que trazaba una suave curva. Cal iba palpando la áspera piedra con la mano libre como si contuviera alguna incomprensible forma de braille. Will caminaba de espaldas, comprobando la retaguardia. Sólo podía distinguir la imponente nube, y llegando a la conclusión de que era tonto depositar la confianza en el sentido de la vista dadas las condiciones, se dio la vuelta y se estrelló contra un pedestal de granito. Retrocedió al tiempo que la niebla se abría un poco para permitirle ver una enorme cabeza de mármol de malévola sonrisa. Riéndose de sí mismo, la bordeó con cautela y encontró a su hermano, que lo esperaba tan sólo un metro más adelante.
Habían dado unos veinte pasos cuando la niebla se replegó misteriosamente para dejar al descubierto delante de ellos un tramo de calle adoquinada. Will limpió con rapidez la humedad de los cristales de su máscara, y sus ojos siguieron el frente de niebla en retirada. Poco a poco se hicieron visibles los lados de la calle y las fachadas de los edificios más cercanos. Los dos sintieron un inmenso alivio al ver que su inmediato entorno quedaba visible por primera vez desde que entraran en la ciudad.
Pero en ese momento vieron algo que les heló la sangre.
Allí estaban, a menos de diez metros de distancia, como una visión horriblemente clara y real: una patrulla de ocho styx desplegados en abanico al otro lado de la calle. Estaban inmóviles, como depredadores al acecho, mirando a los chicos a través de las gafas redondas mientras ellos, anonadados, les devolvían la mirada.
Con sus gabanes largos de rayas verdes y grises, los extraños casquetes en la cabeza y las siniestras máscaras para respirar, eran como espectros de una pesadilla futurista. Uno de ellos sujetaba con una gruesa correa de cuero un perro de presa de aspecto feroz. El perro tiraba de la correa hasta casi ahogarse. La lengua le colgaba de manera obscena de las monstruosas fauces. Olfateó bruscamente, y de inmediato apuntó la cabeza en dirección a los chicos. En un instante, sus ojos negros y redondos los identificaron como presas. Con un gruñido sordo, profundo, estiró los labios para mostrar unos dientes amarillos, enormes, que chorreaban saliva de pura excitación. La correa se aflojó en el momento en el que el animal se agachaba, preparándose para atacar.
Pero nadie hizo ningún movimiento. Como si el tiempo se hubiera parado, los dos grupos se limitaron a mantenerse donde estaban y a mirarse, previendo en silencio, con horror o con ansia, lo que iba a ocurrir.
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