Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Avanzando con sigilo, con el corazón palpitante, Will consultaba la brújula y el
mapa de Tam con manos temblorosas, tratando de comprender dónde estaban. Pero
veían tan poco que sólo podía hacerse una vaga idea de la zona por la que iban. Ni
siquiera estaba seguro de que no estuvieran dando vueltas. Parecía que no
avanzaban, y eso le hacía angustiarse. ¡Como guía, se estaba luciendo!
Al final, se detuvieron y se refugiaron al abrigo de un muro en ruinas. Hablando
en susurros, discutieron qué hacer.
—Deberíamos echar a correr, y si nos encontramos con una patrulla, podemos
quitárnoslos de encima gracias a la niebla —sugirió Cal en voz baja, mirando a
derecha e izquierda tras los cristales manchados de humedad de la máscara de gas—.
Sólo tendremos que seguir corriendo.
—Sí, muy bien —replicó Will—. ¿Y de verdad crees que podemos correr más que
uno de sus perros? Ya me gustaría verlo.
Cal se limitó a responder con un «¡bah!». Will prosiguió:
—Mira, no tenemos ni idea de dónde estamos, y si vamos corriendo lo más
probable es que acabemos en un callejón sin salida o algo peor.
—Pero cuando estemos en el Laberinto, ya no nos podrán coger —insistió Cal.
—Vale, pero primero tenemos que llegar allí, y me parece que está todavía
demasiado lejos. —Will no podía creerse que su hermano hiciera una propuesta tan
absurda. Se dio cuenta de que un par de meses antes podía haber sido él el que
defendiera la idea de una loca escapada por las calles de la ciudad. Sin darse cuenta,
habían cambiado: ahora él era el sensato y Cal el impulsivo, el joven obstinado que
rebosa una loca confianza y tiene la tentación de arriesgarlo todo.
La discusión prosiguió, reñida pero sin superar el nivel del susurro, y se fue
haciendo más y más reñida hasta que Cal acabó por transigir. Decidieron ir
«despacio, despacio» hasta el final de la ciudad, reduciendo al mínimo el ruido de los
pasos y refugiándose en la niebla si oían que alguien se acercaba, ya fuera persona o
animal.
Abriéndose camino entre las ruinas, Bartleby movía la cabeza en todas
direcciones, olfateando el aire y el suelo, hasta que de repente se paró. Pese a todos
los esfuerzos de Cal por tirar de la correa, no hubo manera de hacerlo avanzar. Se
agachaba como si estuviera acechando algo, con su ancha cabeza pegada al suelo y
su cola esquelética muy recta, como continuación de la columna vertebral. Movía las
orejas como si fueran un radar.
—¿Dónde están? —preguntó Cal aterrorizado. Will no respondió, sino que buscó
en los bolsillos laterales de la mochila de Cal los fuegos de artificio y sacó dos
grandes cohetes. Sacó también de un bolsillo de la chaqueta el pequeño encendedor
desechable de plástico de su tía Jean, y lo mantuvo preparado en la mano.
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