Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
Cuando estalló el último de los cohetes en un espectáculo de luz y sonido, Will imploró que eso les hubiera permitido ganar el tiempo suficiente para llegar hasta el Laberinto. Aminoraron la marcha para recuperar el aliento, y a continuación se pararon para escuchar cualquier sonido que revelara la proximidad de sus perseguidores. Ya no se oía nada: aparentemente, se habían librado de ellos. Will se sentó en el ancho peldaño de un edificio que parecía haber sido un templo, y sacó el mapa y la brújula mientras Cal vigilaba.
— No tengo ni idea de dónde estamos— admitió mientras volvía a guardarlo todo—. ¡ Es inútil!
— Podríamos estar en cualquier parte— confirmó Cal. Will se levantó, mirando a derecha e izquierda.— Propongo que sigamos en la misma dirección. Cal asintió con la cabeza, pero después añadió:—¿ Y si terminamos donde empezamos?— Por lo menos nos estaremos moviendo— dijo Will poniéndose en marcha.
De nuevo el silencio los envolvió, y las misteriosas formas y sombras aparecían y se borraban como si los edificios entraran y salieran de foco en aquella ciudad invisible. Habían avanzado de forma lenta y tortuosa por entre una sucesión de calles, cuando a una señal de Cal se detuvieron.
— Creo que la niebla se está despejando— susurró.— Algo es algo— contestó Will.
Bartleby volvió a ponerse rígido y a agacharse, lanzando bufidos mientras la niebla retrocedía delante de ellos. Los chicos se quedaron inmóviles, pasando con desesperación la vista por el entorno lechoso. Como si se levantara el telón para mostrar su presencia, allí se encontraba, a menos de seis metros de distancia, una forma oscura que se encorvaba de manera amenazante. Oyeron un gruñido bajo y gutural.
—¡ Dios mío, un perro rastreador!— exclamó Cal.
El corazón les dio un vuelco. No pudieron hacer otra cosa que ver cómo se alzaba y se tensaban sus musculosas patas delanteras. Ya continuación se abalanzó contra ellos avanzando a una velocidad salvaje. No había nada que hacer: no serviría intentar correr, porque estaba demasiado cerca. Como una infernal máquina de vapor, el negro sabueso se les echaba encima, despidiendo vaho por las narices.
Will no tuvo tiempo de pensar. Mientras el animal saltaba, dejó caer la mochila y apartó a Cal. El perro se elevó por el aire para caer violentamente contra su pecho y el golpe tumbó a Will, cuya cabeza impactó contra el suelo cubierto de algas con un duro golpe. Medio aturdido, agarró con ambas manos el cuello del monstruo. Los
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