Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
—¡ Qué tontería, seguro que no entienden una palabra de cristiano! Como que habrán llegado en el compartimento de carga de un camión. Fíjate cómo van vestidos. Y éste tiene pinta de estar más muerto que vivo. Estará drogado.— Will notó que se posaban en él sus cuatro ojos legañosos.
— Que los devuelvan a su país, es lo que digo yo.
— Eso, eso— dijeron las dos ancianas a la vez, y asintiendo con la cabeza en señal de acuerdo, pasaron a describir, con mórbidos detalles, la mala salud de una amiga.
Cal las miraba con cara de odio mientras hablaban atropelladamente, demasiado preocupadas ya para prestar atención a nadie. El tren se paró y, mientras las señoras se levantaban del asiento, Cal levantó la orejera del gorro tibetano de Bartleby y le susurró algo al oído. El gato se irguió sobre las patas de atrás y les soltó un bufido tal que Will despertó de su estado febril.
—¡ Habráse visto!— soltó la señora de la nariz colorada, dejando caer la bolsa. Mientras la recogía, su compañera la empujó para que se diera prisa en salir. Las dos salieron del tren despavoridas.
—¡ Lameplatos!— gritó desde el andén la mujer de la nariz roja—. ¡ Animales!— dijo enfurecida a través de las puertas, cuando se cerraban.
El tren arrancó, y Bartleby no apartó de ellas la más demoniaca de sus miradas mientras las mujeres seguían vociferando en el andén.
— Cuéntame... ¿ qué le dijiste a Bartleby }— preguntó Will.
—¡ Bah, no gran cosa!— contestó con inocencia, sonriendo a su gato con orgullo antes de volverse a mirar por la ventana.
Will tenía pavor del medio kilómetro que quedaba hasta el bloque de apartamentos. Lo recorrió tambaleándose como un sonámbulo. Cuando ya no podía más, se paraba a descansar.
Cuando por fin llegaron al edificio, el ascensor no funcionaba. Con silenciosa desesperación, Will se quedó con la vista fija en las paredes llenas de pintadas. Aquello era el colmo. Lanzó un suspiro y, armándose de valor para la subida, se acercó a trompicones a la sórdida escalera. Después de parar en cada rellano para recuperar el aliento, llegaron a la planta y buscaron la puerta, abriéndose camino entre bolsas de basura.
Nadie respondió al timbre, así que Will aporreaba la puerta con los puños, cuando la tía Jean abrió de repente. Estaba claro que no llevaba mucho levantada. Parecía tan cansada y arrugada como la bata apolillada con la que evidentemente había dormido.
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