Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
—¡Muévete! —soltó con brusquedad el segundo agente, pegándole con el manojo
de llaves en el lomo.
—¡Ay! —se quejó Chester con voz lastimera.
Al atravesar la puerta principal, tuvo que cubrirse los ojos porque se había
acostumbrado a la oscuridad. Continuó arrastrando los pies, siguiendo una
trayectoria que lo hubiera llevado directo al mostrador de la comisaría si el segundo
agente no lo hubiera detenido.
—¿Dónde crees que vas? ¿No pensarás que te vas a casa, verdad? —Empezó a
reírse a carcajadas antes de volver a ponerse serio—. No, vas derechito al corredor; sí,
señor.
Chester, bajando las manos y tratando de ver a través de sus ojos entrecerrados,
dio lentamente un cuarto de vuelta y se quedó quieto en el sitio.
—¿La Luz Oscura? —preguntó con miedo, sin atreverse a volver la cara al
segundo agente.
—Eso ya quedó atrás. Aquí es donde te van a dar tu merecido, pequeño inútil.
Pasaron por una serie de corredores. El policía le metía prisa pinchándole y
empujándole mientras se reía todo el tiempo. Se calló cuando doblaron una esquina y
pudieron ver una puerta abierta. De ella salía una luz intensa que iluminaba la pared
opuesta, pintada de cal.
Aunque los movimientos de Chester eran lánguidos y su rostro inexpresivo, por
dentro estaba muerto de miedo. Desesperado, se debatía sobre la posibilidad de
echar a correr por el corredor. No tenía la más remota idea de adonde llevaba, ni
cuan lejos podría llegar, pero al menos podría evitarle enfrentarse a lo que le
esperaba en aquella sala. Al menos por un rato.
Aminoró la marcha aún más. Los ojos le dolían al forzarse a mirar hacia el
resplandor que salía del hueco de la puerta. Se acercaba. No sabía lo que le esperaba
dentro... ¿Otra horrenda tortura? ¿O, tal vez, un verdugo?
Todo su cuerpo se puso tenso, y cada músculo parecía deseoso de hacer cualquier
cosa antes que llevarlo hacia aquella luz deslumbrante.
—Ya casi estamos —dijo el agente a su espalda, y Chester comprendió que no
tenía otra posibilidad que la de cooperar. No iba a haber milagrosos aplazamientos,
ni fugas de última hora.
Arrastraba tanto los pies que apenas se movía, y entonces el segundo agente le
propinó un empujón tan fuerte que perdió el contacto de los pies con el suelo y entró
en la sala como volando. Resbaló por el suelo de piedra hasta que se paró por fin y se
quedó allí tumbado, algo aturdido.
La luz lo invadía todo y parpadeó rápidamente ante su resplandor. Oyó un
portazo y luego un crujir de papeles, por lo que supo que había alguien más en la
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