Roderick Gordon- Brian Williams
Túneles
ella. Después de un rato, Will dio indicaciones a Cal para que fuera al cuarto de baño a buscar aspirinas. Se las tragó con un sorbo de Coca-Cola y, tras descansar un rato, logró ponerse en pie temblorosamente con la ayuda de su hermano.
Will tenía los ojos febriles y la mirada perdida, y le temblaba la voz.— Creo que deberíamos pedir ayuda— dijo secándose el sudor de la frente.—¿ Hay algún sitio adonde podamos ir?— preguntó Cal. Will aspiró, tragó saliva y asintió, con la cabeza a punto de estallar.— Sólo se me ocurre uno.
—¡ Sal!— berreó el segundo agente hacia el interior de la celda. Los tendones de su cuello de buey se tensaban orgullosos, como sogas llenas de nudos.
Desde la oscuridad llegaba el sonido de sollozos, mientras Chester hacía lo que podía para dejar de llorar. Desde que lo habían vuelto a capturar y lo habían metido de nuevo en el calabozo, el segundo agente lo trataba con brutalidad: se había tomado como tarea personal convertir la vida de Chester en un infierno, quitándole la comida y despertándolo, si se quedaba dormido sobre el poyo, por el procedimiento de echarle en la cabeza un cubo de agua helada o de gritarle amenazas por la ventanilla de inspección. Todo aquello tenía probablemente algo que ver con el grueso vendaje que le rodeaba la cabeza: el golpe que Will le había dado con la pala lo había dejado sin conocimiento y, lo que era peor, al presentarse ante los styx, éstos lo interrogaron casi un día entero acusándolo de negligencia. Así que decir que el segundo agente lo trataba con odio y deseos de venganza sería explicar las cosas con mucha suavidad.
Medio muerto de hambre y agotamiento, no sabía si podría soportar mucho más aquel trato. Si la vida había sido dura para él antes del fallido intento de fuga, ahora era inmensamente peor.
—¡ No me hagas entrar por ti!— gritó el policía. Antes de que acabara de decirlo, Chester arrastraba los pies desnudos hacia la pálida luz del pasillo. Protegiéndose los ojos con una mano, levantó la cabeza. Estaba surcada por chorretones grises de vieja suciedad, y tenía la camisa rasgada.
— Sí, señor— balbuceó servilmente.
— Los styx quieren verte. Tienen algo que contarte— dijo el segundo agente con la voz impregnada de maldad, antes de empezar a reírse—. Me parece que se te van a acabar las intentonas de fuga.— Seguía riéndose cuando, sin que le dijera nada, Chester comenzó a caminar por el pasillo hacia la puerta de la sala, arrastrando lentamente las plantas de los pies contra el arenoso suelo de losas.
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